Retrato del artista castigado |
En esta conversación con José Homero, Legom habla de sus
comienzos como dramaturgo, del tránsito complicado de su generación en el
teatro mexicano y de su poética. El célebre autor jaliscience, luego de años de
reflexión y estudio, afirma que “el drama no sólo es una obra de teatro, es
también una pedagogía sobre lo que es el drama en sí y depositario de los
saberes teatrales de su tiempo”.
La mejor manera de
entrevistar a Legom, las siglas devenidas nombre de Luis Enrique Gutiérrez
Ortiz Monasterio, es dejándolo hablar. El preámbulo, las preguntas, son como
los anzuelos verbales, las provocaciones, que los detectives lanzan en las
películas norteamericanas, inglesas o europeas para que el sospechoso confiese.
Nunca en México: aquí los detectives sólo saben lanzar burbujas de Tehuacán a
las fosas dilatadas y arrojar cuerpos contra las paredes como método
dialéctico. Así que mi primera tentación es colocar mi teléfono celular, abrir
la aplicación de grabación, y sentarme a escucharlo mientras bebo una gin &
tonic.
Su
compañera, la actriz Laura Castro, me ha recogido enfrente de la tienda de La
Higuera que se encuentra en Úrsulo Galván. Cuando llegamos tras internarnos en
los verdes vericuetos de Coapexpan al edificio vecindario en el que actualmente
viven, Legom nos recibe como perfecto anfitrión en la puerta de su casa.
Imaginaba
a un hombre abotargado, ligeramente cetrino. Luce en cambio un tono de piel
diríase acanelado, una cabellera de tonos amielados, cabellos quebradizos, que
me recuerdan a la de José Agustín en su cuarentena. Viste una guayabera estilizada,
de tejido de lino. “Acabo de traer unos arrayanes” me dice a modo de saludo y
conduce a mi mano hacia las hojas de las macetas que aguardan en la puerta.
“Huele”. Comento que finalmente conozco los arrayanes, que aparecen mucho en la
obra de Juan Rulfo pero que nunca había visto. Legom es nativo de Jalisco, de
modo que entiendo ese gusto que le impele a comentar: “Desde hace tiempo quería
unos. Pensé que no los encontraría, pero aquí están.”
Ha
preparado, con ayuda de su asistente, una opípara comida. Caldo tlalpeño, arroz
y tacos dorados. Me pregunta qué lleva el caldo tlalpeño porque dice no conocer
la receta y le comento que garbanzo. “Ya ves, te dije que llevaba garbanzo”
dice a Laura. Tras la rica comida –es buen cocinero aunque insiste en que él
prepara sobre todo lo que le gusta comer: antojitos– pasamos a la sala. En la
sobre mesa Legom me ha hablado de sus proyectos, de la escritura de una obra
sobre el estridentismo para conmemorar los festejos por la fundación de la
Universidad Veracruzana, me interroga sobre ciertos libros, le comento que
Esther Hernández Palacios es una autoridad en la materia, conversamos sobre
cocina. Como postre la charla repasa amigos comunes: Mauricio Montiel
Figueiras, con quien compartió juventud en Guadalajara, y Luis Alberto
Arellano, de Querétaro, gran amigo de Legom.
Pasamos
a la sala. Me extiende una carpeta con grabados suyos. Piezas que acusan el
abigarramiento de la subcultura del son jarocho. Dibujos de linealidad
evocativa de los climas de la fiesta; mucha línea, rostros. Curioso que un
misántropo demuestre tal nostalgia comunitaria. “Los dibujos que tengo son
estos. Me están haciendo orita el papel en
La Ceiba Gráfica para hacer unas impresiones. Es una serie de quince
dibujos. Ahora me da por dibujar. Yo creo que lo siguientes van a quedar mejor
imprimiéndolos bien”.
Cuando
le digo que comencemos la entrevista, replica: “Chingao, pensé que todo lo que
habíamos conversado era la entrevista, que no necesitabas grabadora y estabas
anotando todo.” Se repatinga sobre un mueble que funge de diván mientras busca
la cajetilla de cigarrillos y coge un vaso con agua de sandía. Para quien no lo
sepa, Legom sufre de problemas renales. Me ha contado su historia y cómo es una
enfermedad al parecer hereditaria en su familia. Comienzo diciendo que lo veo
como un místico del drama, de la composición. “Soy formalista. Yo estudié
contaduría publica, no acabé, pero fue lo que estudié y durante los primeros
años me permitió comer.” Recuerdo entonces, de manera vaga, una definición suya
pero que transcribo:
La dramaturgia es la matemática de las artes, por lo que no pondría
detrás de las primeras mentadas la inteligencia lógico-matemática (un
dramaturgo que no sabe establecer relaciones abstractas entre los términos
categorizados de su obra no es dramaturgo, acaso guionista).
Retrato
del dramaturgo adolescente
Luis
Mario Moncada fue importante para mi generación no sólo como dramaturgo sino
también como promotor. Cuando dirigía el Helénico [Centro Cultural Helénico], a
los autores de otra parte del país nos llevaba a la ciudad de México para
darnos a conocer. La Gruta cuando la dirigió fue un lugar muy importante para
vincular lo que se hacía en el país con la ciudad de México. En esos tiempos
estaba todavía más centralizado el asunto, y él actuó como un pivote, no sólo
para llegar a la capital sino también para brincar al extranjero.
Como
dramaturgo, el principal referente que tenemos suyo es El artista adolescente [James
Joyce. Carta a un artista adolescente] donde en una sola línea, aquella en
la que el personaje da su texto y lo acota al mismo tiempo, rompe absolutamente
con lo que entendemos por la convención dialogada… y por lo menos con otras siete convenciones.
Sobre todo te da la dimensión de lo que implica el teatro narrado.
El
teatro narrado es más teatro que el teatro. El teatro, como lo conocemos, la
convención dialogada del drama, comienza cuando en la obra de Esquilo aparece
el antagonista. Es decir, pasamos de un protagonista que estaba separado de
todo y le hablaba al foro. Al momento que tiene que voltear 90 grados para ver
al otro, inventa lo que entendemos por teatro ahora: la convención dialogada.
De entrada se crea la convención del personaje:
que el actor es otro, está en otro tiempo. Si te fijas en los ditirambos
siempre son evocativos, situados en el pasado. En el drama por el contrario
cuando aparece el antagonista ya están hablando en presente, aunque sepamos que
pasó en otro tiempo. Es decir, lo que pasó hace tiempo está al mismo tiempo pasando
ahora, en una representación que efectúan otras personas, que básicamente
es en lo que se sustenta lo que llamamos escena.
El artista
adolescente rompe esta convención. Obviamente Moncada
no fue el primero; se ha efectuado muchas veces. Toda la historia del teatro
está llena de rupturas; digo, tampoco Brecht las inventó.
En
el teatro dialogado hay una ruptura cuando hablo para que me escuche el público
y hago la convención de que no me están escuchando los demás; ahí estoy
rompiendo la convención del espacio tiempo, del personaje y de todo.
Lo
que pasa en El artista adolescente
son varias cosas. Primero es muy claro y sintético en su ruptura. Es iluminador
todo lo que cambia en el teatro cuando aparece. En segundo término aparece en
un momento en que nuestra generación se había cansado de la tradición mexicana.
Los autores anteriores nos parecían cargantes, arcaicos. No sentíamos un
correlato ni personal ni literario ni social. Buscábamos algo nuevo. Gracias a
Internet por primera vez teníamos noticias frescas de lo que sucedía en el
teatro en otras partes del mundo.
Para
mi generación son dos los momentos decisivos. Uno es con James Joyce: Cartas a un artista adolescente. El
otro, que sin duda aporta mayores herramientas, es una semana de la dramaturgia
contemporánea [la Semana Internacional de la Dramaturgia Contemporánea], que
organiza desde hace 12 años Boris Schoemann, en la que empezó a traer textos de
autores de Quebec, que ya estaban muy en
el teatro narrado. Autores como Daniel Genis. Todos los autores que tradujo
Boris del francés y del quebeqúa aportan otro panorama; nos sirvieron de
referentes para escribir.
Una
obra que fue muy popular al punto que muchos autores jóvenes la trataron de
agarrar como modelo para escribir teatro narrado es La noche árabe de Roland Schimmelpfennig, un alemán. Aunque no es
muy clara como teatro narrado, fue muy popular y la montaron en muchas partes
–en Xalapa también la montaron en la facultad.
Ahora,
el teatro narrado no es lo único que marca la modernidad o la actualidad en la
dramaturgia mexicana. Es importante señalarlo porque a veces nos quieren acusar
de ser promotores del teatro narrado. El teatro narrado implica manejar
perfectamente y entender los fundamentos de la convención dialogada, porque el
teatro narrado erosiona sistemáticamente la convención dialogada para repetir
ese momento maravilloso en el que por primera vez el protagonista voltea a ver
al antagonista y dialogan y aparece la escena y luego va a voltear de nuevo.
Ese momento, en el teatro narrado, lo repetimos todo el tiempo. Repetimos el
nacimiento del teatro, como lo entendemos, con la importancia que tiene para la
cultura en Occidente. Digo teatro por una confusión común, porque le atribuimos
valores al teatro que son propios del drama y de la misma manera, valores al
drama que le son propios al teatro y habría que separarlos.
Personajes
en busca de autor
En
todas mis obras puedes encontrar un estudio sobre el personaje. Ahora el INBA
va a sacar un libro sobre el personaje. En todos los libros que he buscado no
he visto nada tan puntual sobre teoría del personaje, por eso lo escribí. Mis
investigaciones no las hago en un ambiente académico, sino escribiendo. Es ahí
donde formulamos esa pregunta difícil a la forma, para entender el personaje,
para trazar límites y romperlos, y romper los que ya están. Suena un poco
feo, es la parte fea del formalismo, como si no nos interesara nada más. A mí
de entrada me interesa un teatro inteligente. Así como Shakespeare dejó muchas
ideas en sus textos sobre lo que es la actuación, pues parece que le interesaba
mucho el tema, a mí me interesa el tema del drama y en mis textos muchas de mis
ideas están imbricadas, no explícitas obviamente, pero sí expuestas.
Cuando
empecé a escribir me decían una gran mentira sobre la pedagogía mexicana del
drama, que deriva del asunto de la teoría de géneros. Se decía que la teoría
del drama venía de Aristóteles y que todos los dramaturgos habían aprendido de
él. Yo he demostrado que eso es una gran mentira. Para empezar, Aristóteles no
enseña nada de drama. Él agarra de modelo una obra, el Edipo Rey [de Sófocles] y lo trata muy por de fuera. No entiende el
personaje, cuando es quien estructura el drama, es el centro del drama. Además, yo me preguntaba por qué
Aristóteles dedica mucho más tiempo en su obra a hablar de las vacas que de
teatro y sin embargo los veterinarios no lo consideran el padre de la
veterinaria. [risas]
La
única tradición teatral ininterrumpida en Occidente durante 2500 años es el
teatro de calle. Todos los griegos podían ver el teatro de calle y menos del
diez por ciento de la población podía ir al teatro a ver la tragedia; la
tragedia que dura menos de 200 años, además. Es posible seguir una línea de lo
que van aprendiendo los dramaturgos de los dramaturgos anteriores. No aprenden
de Aristóteles, de un texto que además estuvo perdido como mil y tantos años y
reaparece en el Renacimiento. Los dramaturgos fueron aprendiendo de lo que
leían. El drama no sólo es una obra de teatro, es también una pedagogía sobre
lo que es el drama en sí y depositario de los saberes teatrales de su tiempo.
El lugar donde se han depositado esos saberes, tanto del teatro como del drama,
es en los textos dramáticos. Hay ciertas poéticas que tratan de hacerlo de
forma más explícita, pero donde está claro con ejemplos y en los hechos a lo
largo de la historia es en el teatro. Así entiendo el drama. Como un
depositario de esos saberes.
Yo
digo –y parece una boutade de las que me atribuyen mucho– que al teatro no hay
que saberle demasiado, quizá por eso tampoco soy buen espectador de teatro. Los
mecanismos del teatro los descifras muy rápido; no así los del drama. El drama
todavía da para abordar más. En el teatro entiendo rápido lo que están haciendo
y cómo lo están haciendo. Por más revolucionario que consideren lo que están
haciendo, es poca la diferencia con respecto a otras obras de referencia. Lo
que dejo en mis obras son saberes específicamente dramáticos. Tanto en mis
obras dialogadas como narradas, mis estudios sobre el personaje están ahí. Si
escribí un libro sobre la teoría y la forma del personaje fue para apoyarme
para mis clases con mis alumnos, para dejar ideas que sirvan de referencia para
leer el texto dramático no solo mío sino de otros. Como una guía de lectura.
La
generación de la ruptura
Con
mi generación por primera vez hay una ruptura, no una renovación. Antes de mi
generación parecía que el teatro para tener importancia tenía que tener un
dictado político o sociológico o psicologista. Siempre buscaban algo más que el
propio drama para hablar de la importancia del drama, por eso no querían a
Ibargüengoitia.
Por
primera vez hay una confianza de que el drama con sus mecanismos de develación
de la realidad, es decir, este sistema por una parte dialéctico y de oposición
de ideas, por otro de este sistema descriptivo a partir del movimiento, nos
ayuda a entender al ser humano y sus problemáticas sin necesidad de apoyarse en
otras áreas.
El
drama por sí mismo es una herramienta. Durante 2500 años sirvió para develar la
realidad, para saber algo sobre todo del ser humano. El drama se centra en el
ser humano; es totalmente antropocentrista, no trata de burros ni de delfines,
sino de la naturaleza humana. Esta confianza en el drama como tal no existía
antes de mi generación. Inclusive en la generación de Luis Mario hay casos
aislados. Lo que tiene de ventaja Luis Mario es que él sí cree en los
mecanismos del drama, y a diferencia del apoyo que otros buscan en otras
herramientas del concepto de la realidad, él se apoya mucho en la literatura.
Por eso la mayor parte de sus obras son adaptaciones. Con él empieza a estar
presente esta autonomía literaria. Que el drama es literatura en sí misma y
como tal tiene un valor; no tiene que ser política, no tiene que ser
sociología: es literatura.
En
mi generación definitivamente nos quitamos de todos los amarres. Escribimos
obra sin importarnos cumplir con una agenda dictada por otros órdenes. Una de
las primeras críticas que tuve yo y varios autores de mi generación fue que
éramos apolíticos y que había un desencanto de la política y del compromiso con
la sociedad. Una pendejada. No hay nada más político que el drama en sí mismo,
no hay nada más comprometido con la sociedad que el drama, pero con sus propias
herramientas, sin servir a partidos políticos –o al Dialecto Marxista, como
decía Borges en vez de dialéctica marxista–. Estos son los principales cambios
y hay una gran ruptura. No nos dimos cuenta en ese momento porque finalmente
tampoco teníamos una agenda. Simplemente queríamos escribir lo que nos gustara.
No había una estrategia política de hacer una revolución en términos de la
dramaturgia ni mucho menos.
Nuestra
estrategia política consistió en buscar los espacios para nuestras obras; por
lo mismo de que muchos no éramos alumnos de nadie, ¿dónde íbamos a montar
nuestras obras? Teníamos que inventar esos lugares. El espacio más exitoso que
hicimos fue la Muestra de la Joven Dramaturgia, que ahorita lleva ya 12 años y
prácticamente todos los autores después de mi generación han pasado por ahí y
es donde se han dado a conocer. La muestra es el principal escaparate de la
nueva dramaturgia mexicana y lo sigue siendo. Esa era la parte política del
asunto. En la estética en mi caso siempre fue buscar un drama puro, es decir,
que el drama fuera por sí mismo valioso, que no dependiera de otros discursos.
J. H.: En tu obra
recurres también a estos elementos narrativos, como descripciones, acotaciones.
L.:
Tengo 60 obras de las cuales 15 o 20 son narrativas, de las cuales la mayoría
son de un modelo muy particular de teatro narrado que modelé muy cercano al
lenguaje de cómic. Tenemos cambios muy rápido de escena, de parlamento, todos
son cambios rápidos, mucho movimiento, entran narradores, diálogo, notas,
diálogos pum pum pum… Más o menos como si estuvieras leyendo un cómic. Hablo de
15 o 20, ni siquiera la mitad de mis obras son teatro narrado. Edgar Chías, a
quien más se le acusa de crear teatro narrado –como si fuera delito promover el
teatro narrado en México–, sólo tiene cinco obras de teatro narrado, de cerca
de 30 que ha escrito.
Entrar
al teatro narrado
L.:
Sí, claro. Pero salvo una obra que tiene una historia muy particular narrada,
mis primeras 20 obras son dialogadas. Siempre he dicho: no voy a dejar de
escribir diálogos. Tengo 15 años comiendo de escribir diálogos. Yo soy buen
dialogador; siento que es mi fuerte el diálogo, no lo voy abandonar. Algo que
me gusta mucho es cuando parece que están platicando como si nada, pero caen en
un juego retórico, en un juego de repeticiones, aliteraciones y el retruécano.
Se da así una retórica dentro del parlamento y una retórica de diálogo, es decir,
de parlamento contra parlamento, y empieza a jugar verbalmente por sí mismo. Me
encanta eso; y es con lo que me ha ido muy bien.
Cuando
vivía en Querétaro escribía cuento. Un día le enseñé a Edgar Chías un cuento y
me dijo: esto es teatro narrado. Entonces cuando montó unas obras mías Hugo
Arrevillaga, obras cortas, le metí esa. Te voy a decir lo que hice. Tomé el
cuento tal cual y arbitrariamente fui cortando los renglones, y eso es una obra
de teatro narrado, y así la montó, pero no era drama narrado. El teatro narrado
tiene sus mecanismos propios. Cualquier modelo que agarres tiene ciertos
modelos muy claros que repercuten en la escena; todos confluyen básicamente en
dos elementos: progresión y conflicto.
J. H.: ¿Por qué te
interesa el lenguaje de la historieta?
L.:
Siempre leí mucho cómic, por aquí debe haber algunos todavía pero los fui
perdiendo.
J. H.: ¿Pero leías los
sensacionales de X y Y?
L.:
No, no, yo leía mucho cómic pero cuando vivía en Querétaro mi chava tenía una
librería. Su papá trabajaba en Gandhi. Gandhi es el principal importador de
saldos de España para revender en todo Latinoamérica. Una vez compró una
librería completa en España pues se murió el dueño y los hijos para no regresar
las consignaciones vendieron todos los libros aquí y se chingaron a las
editoriales. Había una sección completa de cómics; eran más de 5000 volúmenes
aunque muchos repetidos. Muchos eran de cómic independiente, y me volví muy
aficionado al cómic indie.
Lo
que quería a fin de cuentas, cuando empecé a escribir teatro narrado, era
escribir la novela escénica; una idea que ya había planteado Edgar Chías, que
en su tiempo no entendimos. Si hay alguien que tuvo realmente un programa
revolucionario en mi generación es Edgar Chías. Siempre planteó ideas que nunca
entendimos y nos valían madre y que con el tiempo nos han ido cayendo … Él
realmente tuvo una programática que en mi generación influyó para que
buscáramos en ciertos campos. Yo siempre quise escribir novela y ahora quería
escribir una cosa para la escena más cercana a la novela. Muchos personajes,
muchas situaciones, muchos cortes diacrónicos para que hubiera más lapsos de
tiempo, como una novela pero tenía que caber en una hora y media a lo mucho.
J. H.: Curiosamente la
manera en que concibes a la novela es como esta gran novela total, deicida,
querer ser como Dios …
L.:
Ahorita que lo comentas, nada más para abonar el dato, Harold Bloom cuando
habla de Shakespeare empieza diciendo: “Shakespeare es mejor que Dios, porque
creó seres mejores que cualquiera que haya creado Dios, inclusive mejores que
Él mismo.” Si no eres un deicida no estás proponiéndote nada en la literatura.
Yo
entiendo que el drama tiene otros mecanismos para lograr la complejidad. Lo que
estaba buscando era la profusión de la novela naturalista. Toda obra de teatro
dialogado no es más que un conflicto que sucede a otro conflicto, al que sucede
otro conflicto hasta que crees que se acaba, o hasta que ya no pueda seguir,
pero es un conflictito, y cada conflicto está dividido, aunque no linealmente,
pero puedes desenmarañar y separar el planteamiento hasta el desenlace. El
teatro dialogado es muy efectivo en el nudo pero tarda mucho planteando y tarda
mucho saliendo. Es decir, te da toda la convicción de que estamos hablando para
platicar en dónde estamos, hacia dónde va el asunto, hacia dónde va el
conflicto y luego entramos ya al meollo del nudo donde ya nos peleamos. Es poco
eficiente que pierdas mucho tiempo. Entonces mi primer paso fue decir: “lo
único que voy a dejar es el nudo dialogado y voy a entrar con una línea porque
la narración, el narrador es maravilloso.” Están dos cabrones a punto de
partirse la madre, ¡punto! En una línea digo lo que en el teatro dialogado
diría en veinte. Y ahora sí, ya entro al diálogo y salgo. Puedes entrar y salir
muy rápido con el narrador. Ahora, ¿cuál es el problema? Primero, rompiste la
convención diciendo ya muchas cosas. De entrada hay cierto esquematismo en
entrar con narrador, seguir todo diálogo y salir con narrador; segundo, hay
muchos recursos para lo que llama Edgar Chías el fondo escénico. Es decir, la
ruptura dentro de escena que vale la pena aprovechar dentro del mismo diálogo.
Desde acotaciones o intromisiones de los narradores, espacios descriptivos,
etc. Tercero, estás en los terrenos de la palabra y en tanto que estás ya con
la libertad de la palabra puedes solazarte con la palabra, no sólo en el
diálogo sino en los otros gozos que
tiene la palabra en la narración. Es decir, el asunto que parece muy sencillo
comienza a complicarse. Con todo, en términos de tiempo sigue siendo mucho más
efectivo que el teatro dialogado para entrar y salir de situaciones pues
permite mucho más cortes diacrónicos, introducir más personajes, más cambios de
tiempo, empieza a jugar todo a tu favor. Finalmente trae este juego de escena,
estar repitiendo el momento en el que nació el teatro con Esquilo y eso es algo
que como espectador se disfruta. Por lo común el teatrero, el director de
escena y el actor le tienen más miedo a entrar a estas obras que el espectador.
El espectador llega del teatro y le preguntas: “¿cómo te pareció la obra?” Y te
platica lo que vio, de qué se trató, de qué le gustó y qué no. Rara vez te
dice: “bueno, era una obra de teatro narrado”; eso le vale absolutamente madre al narrador.
Al
momento de romper la convención dialogada rompes todo. En escena comienzan a
pasar otras cosas y ahí el drama y la escena, siendo discursos diferentes,
empiezan a jugar uno contra otro, a favor del otro. Es decir, puedes tener a
pocos actores haciendo muchos personajes sin necesidad de estar
re-caracterizando. Un cabrón puede estar dando los parlamentos, mientras que el
otro está haciendo la parte física. En Sensacional
de maricones por ejemplo hay un texto, una carta que le escriben al Doctor
Peligrus, para que lo digan entre varios, ya estás jugando y los elementos de
la escena juegan de manera muy diferente. La actuación, como la entendemos,
cambia totalmente. La actuación naturalista, que es la que priva en México, ya
no sirve para nada. Te sirve de apoyo para otra cosa pero como una herramienta
más, ya no es el centro de la actuación. Estamos en otro teatro muy diferente
al de hace 15 años.
J. H.: Rompes un poco
con esta idea quizá típica de que el hombre de teatro, el dramaturgo, sabe
dirección escénica, sabe de actuación, sabe de manejo de iluminación, manejo de
vestuario…
L.:
Cuando empecé a escribir teatro, un amigo de Querétaro que era dramaturgo nos
trató de dar un taller pero fue un fracaso, insistía en esto, que tengo que
saber de teatro y lo mandé a chingar a su madre. Una cosa es escribir y otra
cosa es hacer teatro, mi chamba es una y la de ellos es otra. Mi chamba es
individual y absolutamente abstracta, un trabajo en la irrealidad absoluta:
escribo y ya. El director en cambio tiene que enfrentarse con la realidad,
desde que los actores no llegan a los ensayos, desde que no hay nada para el
montaje. La puesta en escena es la realidad; el texto, no; el texto es una
entelequia, eso se tiene que contrastar con la realidad y además de una manera
colectiva. Lo que sí hago y eso lo he hecho desde mis primeras obras es buscar
meter en problemas al director de escena. Si vas a contar mi obra vas a
enfrentarte con algo a lo que no estás acostumbrado y a ver cómo lo resuelves
porque yo pienso que teatro es lo que no hemos visto. Lo que ya vimos y sabemos
que es teatro, eso ya no es teatro. Teatro es lo que estamos por ver y lo que
quiero es meter en problemas al director para que me enseñe algo diferente, al
espectador, no a mí.
J.H.: Tienes una idea,
que me parece muy rica y potenciadora, de que el drama o el teatro, el arte, lo
que está haciendo es realizar preguntas, lo cual es una idea que en cierta
forma ya habían dicho Wilde, o Salvador Elizondo o Juan Vicente Melo: el arte
da de alguna manera respuestas pero éstas son en forma de preguntas.
L.:
Hay revelaciones de la realidad que para mí en lo particular sólo me ha dado el
arte, no la religión ni la ciencia.
El
arte tiene sus mecanismos propios de revelación. No está hablando mediante un
discurso esotérico. Así como Bloom decía que Shakespeare creó personajes
mejores que él, buscamos ideas que a nosotros no se nos hubieran ocurrido. Hay
veces que los personajes llegan a decir cosas que son reveladoras. Tal vez en
su momento ni cuenta me di pero lo dicen ellos. Ese es el valor del arte. El
arte nos revela. Ahora, para que nos revele tenemos que aventarle preguntas
difíciles. Sabemos que lo más probable es que no nos las responda como tal pero
nos va a iluminar en otras cosas o en partes del asunto.
Escribir un texto dramático es hacerse una pregunta (yo digo que por lo
menos dos, pero ese es otro asunto), una pregunta que no pueden responderte ni
la ciencia ni la religión, una pregunta que de hecho no tiene respuesta, pero
en el camino de querer exprimírsela al drama, aparecen otras preguntas que tal
vez nunca hubiéramos imaginado. El lector de la obra (llámese espectador en el
montaje) asiste a la pregunta, nos acompaña. Las preguntas del drama nacen
desde nuestra individualidad no para ser respondidas, sino para hacerse
colectivas. ♦
Por José Homero