Antes del juego, óleo de Claudio Bravo |
En este adelanto del libro Las
ideas hasta el día de hoy, especialmente adaptado para Performance
por el autor, Eduardo Espina, desde el cine y la literatura, se ocupa del juego
del hombre: “Además de ser territorio fértil para que la fortuna pueda ejercer
su libre albedrío, otra de las razones que ayuda a entender la popularidad
mundial del futbol –esa universalidad en constante proceso de crecimiento– es
su inasible condición identitaria”.
Dos películas rioplatenses
recientes (del 2000 para acá todo lo es; todavía actual, como de hace muy poco
tiempo atrás) han representado eficazmente el efecto sin causa precisa ni
razones temporales asociado a la gran dependencia que suscita el futbol y su
bullicioso entorno, a todo eso que no entendemos bien y que llamamos “pasión”,
y que no es la misma pasión que incide en otros aspectos influyentes de la
vida, como la gastronomía o las relaciones sentimentales. Las afinidades de la
pasión futbolística son asimétricas. Hacen lo que se les antoja. En la película
argentina El secreto de sus ojos
(2009), el sospechoso, Isidoro Gómez, es atrapado por la policía debido a la
vinculación emotiva que mantiene con un equipo de futbol del cual es hincha
fanático. El club de sus amores, igual que el trineo del ciudadano Charles
Foster Kane, permanece inalterable hasta el día mismo de su muerte.
En
un momento clave de la película, cuando parecía imposible poder atrapar a
Gómez, Pablo Sandoval (Guillermo Francella) le dice a Benjamín Espósito
(Ricardo Darín): “El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa de familia,
de novia, de religión, de Dios, pero hay una cosa que no puede cambiar: no
puede cambiar de pasión”. El asesino es hincha de Racing de Avellaneda y logran
atraparlo en un partido contra Huracán (no cualquier partido, sino un clásico)
en la cancha de este último, en una escena deportiva memorable, seguramente la mejor
de su género filmada en la historia del cine, por la toma aérea (con
intervención de efectos generados por computadora) y el espectacular
protagonismo escenográfico que se le otorga al futbol, con su plenipotencia
anímica a todo ver.
En
la película uruguaya Whisky (2004),
mientras tanto, Jacobo Köller (Andrés Pazos), el personaje principal, un
fabricante de medias soltero y solitario, tiene una vida ordenada,
excesivamente meticulosa, y ve con mucha desconfianza, incluso con resquemor,
cualquier acontecimiento personal o mundanal que pudiera alterar los blindados
planes de su diaria rutina, apegada a una noria tan inamovible como
intrascendente. Sin embargo, en uno de los pasajes menos esperados de la
película, y por eso también uno de los más gozosos, descubrimos que Köller es
hincha de El Tanque Sisley. En su apartamento tiene un banderín de ese club con
camiseta verdinegra, y en una pared de su oficina hay una foto del plantel.
En
compañía de su hermano Herman (Jorge Bolani), quien recién acaba de llegar de
Brasil a visitarlo, va a la cancha –no se informa cuál– a ver un partido de su
equipo favorito contra Sud América, la IASA. Esa tarde sabatina la pasión de
Köller sufre un repentino estremecimiento cuando uno de los líneas, de apellido
“Barceló” (según acota un hincha que está viendo el partido detrás de ellos y
escuchando el relato radial en una Spika), cobra una infracción que para los
simpatizantes de El Tanque fue inexistente. Parco y educado en la vida diaria y
en el trato de sus empleados, Köller grita enardecido al ayudante del árbitro:
“Ladrón. La puta madre que te parió. Por qué no te metés el banderín en el
orto. Hijo de puta”.
En
el futbol, los estados de ánimo y las reacciones intempestivas no pueden ser
esperados; hay que salir a su encuentro, hacerlos posibles antes de que lleguen
a existir por completo. El descontrol rige la pasión, la cual no se siente
indiferente transgrediendo sus límites gestuales, aquellos donde el tedio dejó
de tener cabida. El impulso existe por completo, como fuerza física de una meta
metafísica a la vista, de una alegría que quiere tener mayor influencia sobre
la vida, incluso cuando de sopetón llega todo lo opuesto a ella. Es una alegría
plenipotenciaria para celebrar con los demás en un mundo semejante, porque el
futbol es una religión en colaboración, que nunca falla en su intento por
despertar el interés y el intercambio, la socialización, con todo lo que eso
significa.
La
metamorfosis capta un tiempo existiendo con todos sus tiempos verbales al
unísono, incluido el imperativo, sin lapsos por rellenar entre ellos. El
secreto se desvincula de sus misterios, haciéndolos accesibles mediante los
efectos que demuestra tener en presente. El futbol, según lo evidencia el
sorpresivo comportamiento de Köller, genera actos emocional y temporalmente
inclasificables –una posteridad añadida a continuación–, que existen mejor
cuando están acompañados y sienten que la pasión que generan los supera.
Jacobo
Köller lleva una vida solitaria con la que está en desacuerdo (aunque nada hace
para modificarla), según queda claro en el relato de su itinerario cotidiano.
La única compañía que tiene, aparte del trabajo al frente de una pequeña
fábrica de medias, legado de su padre, es la pasión por un equipo de futbol. Su
condición excéntrica, dada por el hecho nada común de ser hincha de El Tanque
Sisley, equipo que en ese entonces competía en la divisional B sin casi
posibilidades de ascender debido a su precaria situación económica, genera las
únicas conversaciones, por llamarlas de alguna inexacta manera, que tiene con
el diariero de la esquina de su fábrica, quien suele decirle cada mañana cuando
pasa por ahí: “Y, don Köller, ese cuadrito, ¿sube o no sube? No existe El
Tanque, don Köller”. Pero la vida opina lo contrario. Para Köller, El Tanque es
una de sus pocas existencias verídicas, parte de su peripecia emocional, pues
tampoco él “puede cambiar de pasión”. Mediante el ejercicio de su pasión no tan
furtiva logra evadir la rutina, el tiempo ese en el que nadie quiere estar.
Ante
los comentarios irónicos del diariero, Köller permanece inmutable, reconociendo
con su solipsista silencio la tiranía de una pasión que no tiene equivalentes
en la rutina diaria, y a la que no le otorga mayor importancia de la mucha que
ya tiene. Al final de la película, Marta (sin hache), una de las empleadas de
la fábrica, la única mujer, aparte de su madre, que Jacobo pareció amar en su
vida, y que llega en el ocaso de esta, se marcha (provocando un final de
historia con puntos suspensivos), por lo que la pasión por El Tanque será la
única que permanecerá fiel al lado de Köller, sin que tenga que llamarla ni
rogarle para que se quede o regrese algún día. Esa noble pasión seguirá estando
ahí, indiferente a las pequeñas y grandes derrotas, a los malos arbitrajes, y
al hecho circunstancial de que El Tanque estuviera en ese entonces
sobreviviendo en la divisional B, limbo para ser visitado solamente los
sábados. A una sola idea no se la puede culpar de la pasión futbolera.
El
polaco Stanislaw Jerzy Lec (1909-1966), poeta y creador de geniales aforismos,
dijo que “el hombre nace, vive y muere en el espacio de una frase”. También
puede nacer, vivir y morir en un espacio incluso más breve; el de un monosílabo
a disposición de todos: gol, síntesis
de lo que la existencia puede exclamar cuando llega una dicha impremeditada,
como la que aporta un buen resultado futbolístico. No en vano, la relación
entre la vida y el más popular de los deportes (y recurro al tan utilizado
lugar común pues es verdad) ha sido intensa y constante desde que ese deporte
comenzó a imponerse en el mundo, casi dos siglos atrás. Su popularidad acepta
varias posibles explicaciones, entre las cuales figura la presencia del azar
(el libro Luck: What it means and why it matters de Ed Smith, afirma que el fútbol
es el deporte en que la suerte tiene mayor incidencia), pues en ningún otro
lugar aparte de la cancha, ni siquiera en los sorteos de lotería o en las salas
de juego de los casinos, la suerte y la casualidad son responsables de tantos
resultados inesperados.
Además
de ser territorio fértil para que la fortuna pueda ejercer su libre albedrío,
otra de las razones que ayuda a entender la popularidad mundial del futbol –esa
universalidad en constante proceso de crecimiento– es su inasible condición identitaria,
sin divisiones etarias, pues si bien el deporte que los estadounidenses llaman soccer es hoy en día epítome de la
globalización y de la falsa proclama “el mundo es uno y único”, los
regionalismos, a la hora de poner en práctica tácticas, estrategias y
procedimientos de juego, todavía continúan teniendo vigencia y hacen que
hablemos de un “estilo de futbol europeo” y de un “estilo de futbol
sudamericano” como si fueran entidades diferentes, incluso en la forma de
concebir al tiempo, y de acelerar o posponer su accionar.
Antes de continuar, conviene traer a
colación la anécdota que rescata Nicolás González Varela, en su artículo
“Filosofía como futbol: el Ser es redondo”, perteneciente al libro Ensayos sobre futbol y filosofía, pues sirve para destacar que la pasión
colectiva generada por el futbol tenía que ver desde hace mucho con el imán
asociado a este, en el cual inteligencia y belleza trabajan de manera cómplice,
sin dar explicaciones, pero haciendo su trabajo muy bien, como suelen hacerlo cuando
un misterio es el protagonista: “Hacia principios de los años sesenta el
director artístico del decano teatro de Friburgo, Hans-Reinhard Müller, fundado
en 1866, se encontró de casualidad con [Martin] Heidegger en un tren que venía
de Karlsruhe. Al reconocerlo emocionado –Heidegger ya era una estrella
intelectual a nivel mundial–, pretendió desarrollar una charla profunda sobre
literatura y arte, cosa que no logró. Heidegger, que venía de dar unas
conferencias en la Academia de Ciencias de Heidelberg, como un zorro-zen,
esquivaba el bulto, ya sea con silencios o con monosílabos. De repente el
filósofo, todavía bajo la impresión de un partido regional de futbol, le habló
todo el tiempo de un jugador maravilloso, un tal Franz Beckenbauer, que jugaba
en un equipo mediocre, el FC Bayern Munich. Se deshizo en elogios por su estilo
de juego, admirado relató la precisión y la delicadeza con la que trataba el
balón, incluso con lenguaje corporal le visualizó al estupendo director las
fintas de su juego. Heidegger calificó a Beckenbauer, de tan solo veinte años,
de großartiger Spieler, jugador genial, además de subrayar la invulnerabilidad
en la marca o lucha cuerpo a cuerpo. Müller además concluyó acertadamente que a
Heidegger no le interesaba en absoluto el teatro”.
El
mundo ha sido del futbol desde el día mismo que comenzó a conocerlo. Ya a
principios del siglo XIX al poeta romántico John Keats le gustaba ir a ver a
los niños jugar al football en el
parque. Ya por ese entonces despertaba el interés incluso de quienes nunca
llegaron a jugarlo (no hay documentos que informen que Keats pateó alguna vez
una pelota). En la primera parte del siglo XX, cuatro de los artistas de mayor
originalidad del periodo moderno, los franceses Henri Rousseau y Robert
Delaunay, el ruso Nicolas de Staël y el alemán Max Beckmann, pintaron cuadros
emblemáticos referidos al futbol (Los
jugadores de futbol, 1908; Futbol. El
equipo de Cardiff, 1916; Los
futbolistas, 1914; y Jugadores de
futbol, 1929, respectivamente), iniciadores de una época crucial en el
arte, cuando las vanguardias coincidían con la imposición del futbol como
principal deporte mundial.
Con
las olimpiadas modernas, sobre todo las que tuvieron lugar en Colombes y
Ámsterdam en 1924 y 1928, respectivamente, el futbol confirmó su reinado en
expansión, uno que llega todopoderoso y omnipresente hasta la fecha de hoy. Su
evolución como juego ha ido a la par del aumento de su popularidad, expandiendo
su influyente presencia en casi todos los órdenes de la vida; de la política a la
economía, y de las artes a la industria, pasando por la filosofía (dos
filósofos del siglo XX, Martin Heidegger y el italiano Gianni Vattimo,
demostraron ser futboleros de ley, y no son los únicos: Wittgenstein dijo que
mientras miraba partidos de futbol le venían a la cabeza ideas filosóficas,
sobre todo referidas al nombrar de las cosas y a los juegos que se pueden hacer
con el lenguaje).
Uno
de los más inspirados sketches
realizados por los geniales filósofos-cómicos ingleses Monty Python, titulado
“The Philosophers’ Football Match” (es el segundo episodio de la serie Monty Python’s Fliegender Zirkus y está
incluido en el DVD Monty Python Live at
the Hollywood Bowl), presenta un partido de futbol supuestamente disputado
en las olimpiadas de 1972 en Munich (aunque la intemporalidad del pensamiento y
del humor es figura central), entre un equipo integrado por filósofos
universales, contra un combinado conformado por filósofos alemanes (el único
futbolista auténtico es Franz Beckenbauer, quien tal vez fue convocado al
equipo por sugerencia directa de Heidegger). A la selección alemana de
filósofos la integraron Leibniz (golero), Kant, Hegel, Schopenhauer,
Beckenbauer, Schelling, Jaspers, Schlegel, Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein,
austríaco y no alemán, y que en el segundo tiempo fue sustituido por Karl Marx,
quien al parecer podía jugar en varias posiciones. Por su parte, el combinado
de filósofos “resto del mundo” estuvo conformado por Platón al arco, Epícteto,
Aristóteles, Sófocles, Empédocles, Plotino, Epicuro, Heráclito, Demócrito,
Sócrates y Arquímedes. Con gol de Sócrates en el segundo tiempo –de cabeza y en
offside– los griegos ganaron 1-0 el
partido, en el cual Nietzsche recibió una tarjeta amarilla por decirle a
Confucio, quien era el árbitro del match,
que carecía de libre albedrío.
Desde
comienzos del siglo XX, cuando en plena época romántica y victoriana capturó el
interés de ingleses y escoceses en la imperial Gran Bretaña, el futbol ha sido
un acto lúdico de la imaginación con resultados empíricos y ficticios
variables, de ahí, por ejemplo, el silencio discontinuo de los estadios y los
volubles comportamientos emocionales que pueden llegar a tener un país y sus habitantes.
Como ningún otro deporte de los ya inventados, el futbol ha acompañado el
desarrollo de la era industrial, convertido en sinónimo del tipo de actividad
física y de entretenimiento de un periodo histórico que comenzaba a mostrar los
primeros signos de adicción a la velocidad y al apresuramiento de la
temporalidad promovido por los nuevos usos a disposición de la cambiante
sociedad. El futbol se anticipó a la era del avión y del automóvil, al haber
generado un imaginario social según el cual todo lo existente en la realidad se
encontraba en radical proceso de cambio, incluso la concepción del tiempo.
Así
pues, la época moderna, que podemos darla por iniciada a principios de la
segunda década del siglo XX (“en o cerca de diciembre de 1910 el carácter
humano cambió”, escribió Virginia Woolf en su ensayo “Mr. Bennett and Mrs.
Brown”, de 1923), vino acompañada de la noción de que la vida podía existir de
manera acelerada, a saltos de mata y con neurótico frenesí, y que en esa
apetencia de velocidad continua coincidían diversas expectativas de realidad,
mejor dicho, varias realidades simultáneas y compatibles, todas ellas
caracterizadas por similar percepción: a partir de ahora el ser humano podía
tener un mayor control del tiempo, y asimismo un mejor uso –no necesariamente
más racionalizado– de este. El tranvía eléctrico, el automóvil y el avión
vinieron a transformar la relación entre espacio y tiempo de tal manera que
esta ya nunca podría ser la misma de antes.
Coincidiendo
con la expansión industrial y urbanística, la modernidad vino a abreviar las
distancias entre un sitio geográfico y otro, como asimismo la cantidad de
tiempo invertida en los desplazamientos. El futbol, tan porfiado en sus gozos y
promesas como lo es, llegó incluso más lejos. Aportó la posibilidad cierta y
verificable de una fase de atemporalidad, de una zona difícil de caracterizar
donde la percepción del tiempo puede ir del letargo al aceleramiento con
pasmosa fluidez. De un balón, de su enorme poderío laico, no solo pasaron a
depender los estados de ánimo individuales y colectivos, con sus alzas y bajas
pendientes del resultado, sino asimismo la forma de relacionarnos con el
tiempo, principal protagonista de la vida contemporánea que nos ha traído hasta
aquí, donde estamos. ♦
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Adelanto del libro Las ideas hasta el día
de hoy, especialmente adaptado para Performance
por el autor.
Por Eduardo Espina