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Darío Fo |
A
partir de 1961, cada 27 de marzo se conmemora en el ámbito internacional el Día
Mundial del Teatro. Un arte que se niega a morir, el teatro y sus artistas han
sido aplaudidos por el pueblo y perseguidos por el poder. Josué Castillo se
remonta al Teatro Ulises, el primer gran experimento del teatro mexicano que
tuvo lugar en las postrimerías de la década de 1920, bajo el patrocinio de
Antonieta Rivas Mercado.
Desde 1961 se celebra, gracias al
esfuerzo del Instituto Internacional del Teatro (IIT), el Día Mundial del
Teatro. Como parte de los festejos se celebran varios eventos nacionales e
internacionales a lo largo del mundo por los centros IIT y la comunidad teatral
Uno de los actos más importantes es la difusión de un mensaje signado por
alguna personalidad mundial relacionada con el teatro. El primer mensaje fue
escrito en 1962 por el dramaturgo y poeta francés Jean Cocteau. Hay que
destacar que el tema de este mensaje, por lo general, versa sobre la relación
del arte dramático con la paz o su participación en la sociedad, sin embargo
revisar el archivo de dichos mensajes nos muestra la polifonía de voces que
conforman quienes realizan arte teatral: mientras que Cocteau convoca a una
comunión de los pueblos a través del encuentro antagónico, pues en el
intercambio de ideas donde nos encontramos con el otro, Darío Fo, emisor del
mensaje por el Día Mundial del Teatro 2013, nos recuerda que aquellos que han
asumido el poder político en distintas naciones han declarado la guerra a los
comediantes: rastrea la crisis actual del teatro (la falta de espacios, de
financiamiento, de público) hasta la contrareforma, cuando el papa Inocencio
XII decretó el desmantelamiento de todos los espacios teatrales, especialmente
en Roma, debido a que la Iglesia, según el cardenal Carlos Borromeo, está comprometida
a “erradicar las malas hierbas”, por lo que hicieron “lo posible por quemar
textos que contienen discursos infames, para extirparlos de la memoria de los
hombres, y al mismo tiempo perseguir a todos aquellos que divulgan esos textos
impresos”, por lo tanto “es urgente sacar a las gentes de teatro de nuestras
ciudades, como lo hacemos con las almas indeseables”.
Máquina de guerra
Darío
Fo, creyente y apóstol del teatro comprometido propone rescatar las potencias
políticas del teatro: para Fo éste es a la vez un frente de batalla y una
máquina de guerra. Para combatir recurre a una estrategia distinta de las que,
en otros tiempos, han echado mano dramaturgos comprometidos con alguna causa
política: aquí no se trata de conmover al público hasta las lágrimas ni llenar
de miedo el corazón del espectador; los medios de Fo son más sutiles, más
agudos, en resumen más revolucionarios: la sátira y el humor, porque “la sátira
es el arma más eficaz contra el poder: el poder no soporta el humor, ni siquiera
los gobernantes que se llaman democráticos, porque la risa libera al hombre de
sus miedos”.
Esta
convergencia entre la risa y el combate puede encontrarse también en el del
teatro de títeres, arte que quizá debido a los avances en el arte teatral y la
dictadura del gusto de los críticos ha sido, cada vez más, confinado a la
esquina de eso que llaman los “géneros menores”, aquellos destinados a niños, a
los adolescentes, a todos aquellos que estén por debajo de la soberbia y
patanería de esos hombres con gafas y títulos que se creen capaces de decidir
qué pasará o no a la posteridad. Durante una entrevista realizada el año pasado
Pavel Ortega, novelista gráfico y actor que, gracias al programa Rutas
Escénicas, recién regresaba a Xalapa después de recorrer parte de Europa
presentando su versión con títeres de Donde está marcada la X del
dramaturgo norteamericano Eugene O’Neill, habló un poco sobre el tema.
Rescatamos un fragmento de aquel encuentro.
Josué Castillo: Pavel, cuéntanos sobre las posibilidades del
teatro de títeres como herramienta para la lucha política.
Pavel
Ortega: El origen del títere es bastante contestario. Si tú ves, por ejemplo, Mr.
Punch o Monsieur Guignol, notas que es una alegoría de la lucha contra el
poder. No sé a quién se le ocurrió que eso era teatro para niños y ahora ya
carga con ese estigma, incluso en Francia: allí actúe en varios foros y la
gente no está acostumbrada a ver títeres. En donde vi más respeto por el
trabajo de los titiriteros fue en República Checa y los países que formaron
parte del bloque del este, en donde tienen una gran tradición en el teatro de
marionetas. Además el teatro de títeres está muy dirigido al pueblo: en Europa
la entrada al teatro costaba, como en el teatro isabelino, cierta cantidad pero
el titiritero actuaba en la calle y ganaba lo que era la voluntad del público.
Eso lo acercaba más a la gente. Hay un caso muy conocido: hubo un titiritero
que se metió con un rey y lo sometieron a un juicio porque no te podías meter
con él. Entonces en el juicio el titiritero dijo que no había sido él quien
había dicho tal cosa contra el rey sino que había sido el títere; no sé cómo
estuvo el caso, la cuestión es que ganó el titiritero: este arte te da ese
poder de separarte, de no ser tú, de darle vida a un objeto inerte, lo que te
permite poder decir ciertas cosas desde allí, lo que hace que la gente las
acepte mejor: puedes decir cosas muy tristes en el teatro tradicional y serían
necesariamente muy dramáticas, pero en el rollo del teatro de títeres puedes decir
las cosas sin decirlas, porque el títere está dentro del reino de la metáfora y
en la metáfora puedes meter lo que quieras.
Esta
tendencia contestataria, burlona y, en muchas ocasiones, violenta puede
encontrarse en muchos montajes actuales, incluso podríamos considerarla la
bandera de la dramaturgia actual, sin embargo para que esta crítica fuera
posible fue necesario, al menos en el terreno nacional, batirse en algunas
batallas que a más de uno costaron su nombre y reputación.
Frente de combate
El mundo
de las artes está muy lejos de ser una reunión de té. Por el contrario, con una
mirada sincera y algo maliciosa, es decir, poniendo un poco de atención,
podremos ver a grupúsculos, individuos e instituciones enfrascadas en luchas
que, muchas veces, parecen sinsentidos. Podríamos pensar que estos encuentros y
desencuentros, estos dramas de sobremesa no interesan más que a los ociosos
cronistas de nuestra vida cultural, cuyo arte podría reducirse al conocimiento
profundo de a quién emborrachar y en dónde, pero en estas tensiones se llega a
definir, muchas veces, el futuro de las disciplinas del espíritu. Por ello,
vale la pena recordar la sangre derramada, y afortunadamente decimos esto de
forma metafórica, para que nuestro teatro se haya construido el rostro que
tiene ahora.
Situémonos
en el México de posguerra: un país devastado por enfrentamientos fratricidas y
las traiciones a granel que esto implica. Tras la matanza una pregunta se
extiende por todos lados como fantasma: ¿quiénes somos como nación, como sociedad,
como individuos? “Somos mexicanos”, fue la respuesta inmediata que cayó como un
rayo desde las cumbres del poder, pero pronto notaron que hacer de esta una
idea de circulación común no iba a ser fácil: sería necesario que todos los
estratos de la sociedad se unieran en una sola tarea, quizá, según los
revolucionarios, la más digna a la que puede un hombre aspirar: formar un
nacionalismo que nos dé algo de certidumbre ontológica. Para ello iba a ser
necesario un esfuerzo no sólo real, es decir político y económico, sino también
simbólico, es decir: cultural.
Uno no
se acerca volando al sol sin padecer las consecuencias, y pronto esa ingenuidad
que caracteriza a los artistas jóvenes se convirtió, gracias a la malicia de
los súper machos (los supervivientes a la Revolución que ahora llevaban las
riendas del país), en soberbia y dictadura. Pronto, todo arte que no estuviera
al servicio de la nación tendría que ser desterrado del país, no sin antes ser
tildado de amanerado, homosexual, burgués y reaccionario.
Contra
el corsete nacionalista no tardaron en aparecer voces disidentes y entre ellas
hay que destacar a aquellos que iniciaron el proceso para el nacimiento de
nuestro teatro contemporáneo: el Teatro Ulises, patrocinado por María Antonieta
Rivas Mercado (quizá la mecenas más grande que ha tenido México) y María Luisa
Block, que contó con la participación de algunos jóvenes escritores que, tiempo
después, serían conocidos como los Contemporáneos: Salvador Novo, Xavier
Villaurrutia, Celestino Gorostiza y Gilberto Owen. También participaron Julio
Jiménez Rueda, Roberto Montenegro, Manuel Rodríguez Lozano, Bernardo Ortiz de
Montellano, Isabela Corona y Clementina Otero.
Este
viaje, nunca mejor dicho, tuvo como intención arrebatarle a la ideología
nacionalista, de personajes planos y hartos lugares comunes, el dominio sobre
el re-naciente mundo del teatro. Ulises, ese proyecto que coqueteaba con las
vanguardias europeas y la labor de picapedrero que hacían muchos del otro lado
del río Bravo, tenía la intención de hacer entrar a México en el panorama
mundial: sacar a las artes de esa visión estrecha y limitada, digámoslo:
provinciana, que no le permitía a los creadores, y a la población general, ver
más allá de su ombligo. Para ello, Novo tradujo a O’Neill y a Synge; también se
representaron obras de Jean Cocteau, Lord Dunsany, Claude Roger-Marx, Luigi
Pirandello, Jean Giraudoux, Henrik Ibsen, August Strindberg, Charles Vildrac,
Henri-René Lenormand y varios otros. Esto, desde luego, causó un escándalo entre
la comunidad artística que bienvivía del cobijo del Estado que desde entonces
ya sabía cómo mimar a los intelectuales que se baten a duelo por su causa.
Ulises,
el primer teatro experimental en México, a pesar de su corta existencia fue la
semilla para lo que posteriormente sería La Capilla, teatro liderado por
Salvador Novo; los Escolares del Teatro de Julio Bracho; el PROA de José de
Jesús Aceves y el Teatro de las Artes de Seki Sano, el introductor de
Stanislavsky en México, y gracias, en gran medida, a quien existe el teatro
xalapeño como lo conocemos. Sin embargo, considero, debemos pensar que el fruto
mayor de Ulises y los Contemporáneos fue la fundación del Teatro de
Orientación, faro de luz que significó el triunfo del pensamiento moderno y le
ganó al teatro mexicano el derecho de ser contemporáneo del mundo. ♦Por Josué Castillo