Luis Enrique Rodríguez Villalvazo escribe sobre la
controvertida Spring Breakers de
Harmony Korine, película donde “la historia se mueve en un círculo concéntrico
enajenante, tóxico, donde el horizonte de expectativas se reduce a cero”
Para
Mariana… porque nunca se le ocurriría ser canción
Traseros
sacudiéndose, pechos al aire, grandes, pequeños, cerveza, droga y sobre todo
una atmósfera de bacantes en medio de la música electrónica que con sus
decibeles y vibraciones fustiga la epidermis, la combinación embota los
sentidos y se repite de manera intermitente a lo largo de la película Spring
Breakers, pieza más reciente de Harmony Korine, quien se diera a conocer
con la construcción del guión de Kids (1995) donde ya perfilaba su
interés por el mundo adolescente y sus devaneos con la sexualidad y las drogas
en pleno boom de la cocaína y las otras drogas de diseño en los Estados Unidos.
Esa
es la intención confiesa el director, Harmony Korine, apostar por una
construcción musical que superara el lenguaje cinematográfico: “Me acaban
aburriendo las narrativas tradicionales. Así que me fui a las bases de
electrónica y creé una especie de loop visual, microsecuencias
muy rápidas que se repiten de vez en cuando para que la película dé una
sensación de consumo de drogas”.
El
cuarteto de lolitas alrededor del cual gira la historia se mueve en un círculo
concéntrico enajenante, tóxico, donde el horizonte de expectativas se reduce a
cero. Su interés por salir de ese reducido universo para disfrutar de las
vacaciones de primavera, en medio de inhalaciones de crack, escarceos lésbicos
y un letargo que concita al suicidio (no en balde la atmósfera es oscura en
esta parte de su microcosmos), las impele –a tres de ellas, las más avezadas y
endurecidas por la ambición de romper la inercia– a asaltar un local de comida
rápida, el botín les proporciona la posibilidad de cumplir su sueño y viajar a
Florida. La cuarta, la nínfula Faith (demasiada literalidad), la más joven del
cuarteto, no participa del latrocinio, es protegida por las otras tres.
A
partir de ahí, la película es un tobogán, pero sin percibirlo Candy, Brit,
Cotty y Faith (la única que se comunica con la familia en el proceso y mantiene
una vida religiosa light) se envuelven en una vorágine que repite la que
ansían dejar, no perciben que el spleen, aquel que acogotara a los románticos y
malditos dos siglos antes, es su esencia, lo tienen tatuado en la piel, aunque
encontrarán la manera si no de evitarlo, al menos de remover el amargo poso
para darle un cariz distinto.
El
sueño termina demasiado pronto, la caída en la cárcel por consumo de cocaína
pone en juego la figura de Alien (James Franco) –una vez más la literalidad in
extremis, el extraño, el que no es de este mundo–, rapero con aspiraciones a
escalar dentro de la estructura local de distribución de droga, las rescata, ve
en ellas no sólo la posibilidad de la seducción, sino el potencial criminal en
ellas.
Y
entonces entra en juego la carne; la apuesta por llevar a dos chicas Disney
(Selena Gómez y Vanessa Hudgens) al plano de la sensualidad y el erotismo
explícito, particularmente la segunda, y su velada relación con Ashley Benson
(Brit) es un gancho al hígado. Alien identifica de inmediato el lado flaco de
las bacantes y exhibe el músculo, dinero en cantidades ingentes y poderoso
arsenal son suficientes para seducir a Brit, Candy y Cotty; Faith muestra su
reticencia y temor ante lo que vislumbra más adelante.
Es
aquí donde la ecuación del director no cuaja, al menos con la realidad
circundante. Alien asume como un reto la seducción de Faith, al no conseguirlo
le permite irse a casa, a donde pertenece, el sueño ha terminado. En el mundo
real no hay gánsteres buenos, amables. Lo que no obtienen por las buenas, lo
toman por las malas. Es un rasgo de debilidad del personaje y donde la película
cojea.
En
la búsqueda por ubicarse como quien detente el negocio de la venta de drogas en
la plaza, Alien se enfrenta con quien fuera su mejor amigo, Archie (Gucci
Mane). Y las chicas serán su instrumento de venganza, sólo Brit y Candy
quedarán en pie, Cotty –en una escaramuza– es herida en un brazo y emprende la
retirada. No hay épica, el asalto a la casa de Archi para vengar el atentado
previo y tomar de una vez por todas el control de la plaza acaba pronto para
Alien, un balazo en la cabeza cuya precisión deslumbra ante la falta de
puntería del resto de los sicarios distribuidos en toda la residencia –un guiño
a la escena final de Scarface, de la cual se dice admirador Alien, con
disparos a diestra y siniestra, sin cambiar nunca el cargador– los cuales van
cayendo uno a uno bajo las balas de Brit y Candy, enfundadas en trajes de baño
y pasamontañas fosforescentes que dotan de glamour insospechado a la muerte. Ha
terminado la aventura, o comienza otra.
Si
bien la película evita la sanción moral de quienes transgreden la norma, lo
cual se agradece, no deja de ser un intento por escandalizar recurriendo a la
imagen de dos de las princesas juveniles del Disney Channel. Hay una gran dosis
de un humor sucio (la escena donde Franco simula una felación, humillado ante
la audacia de quienes suponía sus presas, el cazador puesto en predicamento, es
un ejemplo) pero que se queda sólo en guiños, sin profundizar en ello.
Vale
la pena, es una apuesta interesante para atraer público, aunque se corre el
riesgo de que se reproduzcan spring breakers autóctonas y menudeen los
asaltos a fondas y changarros para agenciarse unos dineros que las lleven a
Cancún o ya de lágrima a Casitas o La Mancha, y no bajo la música de Skrillex,
sino del Cártel de Santa que rima…
El spring brake es el mejor ejemplo
música, playa y culitos en movimiento
soy puro sun siempre desde adentro
de corazón Acapulco represento
Hoteles, albercas y hermosas mujeres,
nalgas perfectas siempre gozo estos
placeres
en la vida que llevo yo ahogado en alcohol
Eso hace la resta
no importa que amanezca
no conozco la siesta
mi segundo nombre es fiesta ♦
Spring Breakers, de Harmony Korine. Actuaciones de James Franco, Selena Gomez, Vanessa
Hudgens, Rachel Korine, Ashley Benson. Estados Unidos, 2013. Duración: 92
minutos.
Por Luis Enrique Rodríguez Villalvazo, escritor, periodista y padre de familia