El gel no me permite rascarme la cabeza |
Más allá del discurso
oficial, la violencia ha ganado fuerza en territorio nacional. Luis Enrique
Rodríguez Villalvazo analiza en estas líneas los primeros 60 días de Peña Nieto
en la presidencia, la ausencia de un proyecto de transformación del país y los
reciclados programas demagógicos de viejo cuño priísta.
El 31 de enero se habrán cumplido
sesenta y dos días de que Enrique Peña Nieto asumió la presidencia del país, y
más allá de sus deslices discursivos, es más que palmaria su incapacidad para
improvisar ya no un discurso, si acaso un par de líneas fuera de las que le
hacen llegar sus colaboradores. En Veracruz hubo un caso similar, un secretario
del gabinete de Miguel Alemán al que había que separarle las palabras con
guiones en sus discursos y distribuirle las pausas para los aplausos. Peña
Nieto, ante su evidente incapacidad para leer, no parece dar color respecto de
la forma en que piensa transformar al país.
Con la
administración de Peña Nieto hubo un cambio en la política de comunicación
social; de pronto los sucesos violentos perdieron notoriedad, al menos para las
redacciones, y fueron relegados, los más, a interiores, o menciones insípidas
en las primeras planas, los menos. Sin embargo, la realidad se impuso y no hubo
manera de soslayar el súbito incremento de la violencia en el Estado de México
(curiosa coincidencia señala Javier Solórzano: al iniciar la administración de
Calderón, la violencia se disparó en Michoacán, entidad de origen del entonces
presidente) y el Distrito Federal, así como el anquilosamiento de la misma en
entidades como Coahuila y Nuevo León.
La
violencia en México ya es endémica. En algunas demarcaciones deambula en el
silencio que imponen autoridades o al que obligan las propias bandas armadas.
Somos en ese sentido –lo decía con anterioridad– más vulnerables, frágiles ante
el viento solano que nos abrasa el rostro.
La
promesa de una gendarmería nacional como solución al problema (de acuerdo con
lo establecido en el Pacto por México, estaría operando a partir del segundo
semestre de 2013, con la participación, en principio, de 10 mil militares y
elementos de la Armada de México) no marcará gran diferencia en los mecanismos
de combate al crimen organizado, pues el asunto no radica en seguir combatiendo
violencia con violencia, sino en delimitar las causas por las que cada vez más
jóvenes (el bono demográfico está siendo abatido a punta de plomazos) se
integran a las filas de la delincuencia.
La
política social del nuevo gobierno apuesta por la administración electoral de
la pobreza, que le garantice su permanencia en el control de las instituciones,
no disminuir las causales de incorporación voluntaria o no a los grupos
delictivos.
Nunca
más un México sin nosotros, es el lema que bien pudieron piratearle al
resolutivo del Congreso Nacional Indígena de 1996, cuando el Subcomandante
Marcos tiraba línea con sus textos, hoy tan abotagados como con sabor a
monserga. La grandilocuencia de los títulos con los que se anuncian las
estrategias oficiales –la pomposa Cruzada contra el hambre– no corresponde con
la realidad a la que se enfrentan, son eso, sólo lemas revolcados del
echeverrismo y el salinato redivivos (el relanzamiento de las relaciones con
Cuba, una foto con Raúl Castro reproducida hasta el cansancio).
La
violencia es hoy ya lugar común, su abordaje en columnas y artículos es danzar
en círculos concéntricos; peligrosamente nos vamos acostumbrando a convivir con
ella. ♦
Por Luis Enrique Rodríguez Villalvazo