Toriz y los Chintoboyz [Fotografía: Archivo personal de Daniel Cruz García] |
Leemos en Serenata, el libro más reciente de Rafael toriz (Ivec, 2012): “Es preciso remarcarlo: la prosa tiene un origen humilde, mundano; es pura experimentación, levedad y sugerencia. Nace en la soledad del hombre que se interroga en monólogo silente”. Y para ejemplificarlo, va esta reflexión, de cuando Toriz abandonó los instrumentos musicales por su clara vocación por las palabras.
De los varios descalabros con que cuenta mi
existencia, los que más valoro son mis fracasos en la música: la primera como
flautista, la segunda como roquero y la tercera como mariachi.
“Tienes manos chicas”, dijo la mujer de
la boca de plata. Tenía una ensortijada cabellera negra, los dedos llenos de
anillos y la cara angelical.
“Tú vas a tocar la flauta y yo seré tu
maestra”.
A nadie importó un pepino mi deseo de
tocar el arpa.
Debo haber tenido seis o siete años y
ese fue el principio de mi relación ambivalente con la música. Nunca estudiaba
y me aburría enormidades repetir compases por horas; sin embargo me gustaba
solfeo y las canciones en el coro. Rítmica, entonación y lectura en claves era
lo que más me divertía. También apreciación musical y las clases de orquesta.
Recuerdo que me gustaba una niña de ojos achinados porque yo creía que era un nahual:
guajolota o cacomixtle. Mariposa de la noche.
Entré al conservatorio con apenas doce
años. Las clases de instrumento cada vez me entusiasmaban menos y llegué a la
secundaria. Me fascinaba el ambiente musical de mi vida vespertina entre pianos
y trombones, un paraíso sonoro en comparación con la pandilla de chacales con
quienes convivía por las mañanas. Enamoré a las niñas y me brotó el gañote.
Crecí otro poco y me aficioné a la
lectura. Dinosaurios, luchadores y mi nutrida colección de cómics me abrieron
puertas al infinito. Cierta vez un compañero de la secundaria vino a casa. Le
decían El Cucaracho. Me pidió prestadas mis revistas, un tesoro
incalculable: recuerdo todavía el hueco enorme en el librero. Desde entonces
aprendí a desprenderme de los libros, sin pena ni gloria (mucho tiempo soñé con
cruzarme al Cucaracho para partirle la madre).
Pudo más la vida al aire libre que el
ambiente del conservatorio y para los 15 años abandoné la flauta. Con unos
amigos fundamos un grupo de rock que se afianzó en la preparatoria: Chinto
Boyz, que serían el germen de Gizmo, primo hermano de los míticos Aguas Aguas.
Con Gizmo sólo tocábamos nuestras canciones, lo que nos divertía como chamacos.
Tuvimos un éxito moderado, una combi y hasta groupies oficiales. Tocamos
en más de 10 escenarios distintos y nunca tuve claro por qué nos separamos.
Hubiéramos podido llenar estadios.
Antes de entrar a la universidad,
cuando ya era un adicto a la lectura, me ofrecieron lugar como mariachi en un
ballet especializado en música vernácula para ir de gira por Europa. Tendría
que cantar, tocar la flauta y el cajón peruano. El traje me gustaba y me daba
gallardía. No cumplí mi sueño debido a una mujer que me dejó por un fulano que
le dedicaba poemas de Benedetti.
Ya escribía, pero entonces asumí la
profesión como un maníaco. Algo me decía que través de las palabras podría
arrancarle a la vida lo mucho que me estaba quitando. Primero fueron reseñas y
artículos en el diario, luego trabajos y textos académicos; más adelante pasé a
la literatura y publiqué un libro de cuentos, otro de prosas y uno de ensayos. Ahora sobrevivo de escribir
columnas en medios de México y el extranjero, lo que me ha llevado a una
conclusión evidente: por temperamento y en esencia, soy un ensayista de cultura
popular.
Ahora ya no toco ni el pandero; y
aunque me gusta el oboe y el color de la marimba, desde hace tiempo vivo cierto
de que la música más dichosa se adivina en las palabras. ♦
Por Rafael Toriz