¡Quiúbo tú, Raciel D. Martínez Gómez saluda a Pablo Neruda en Valparaíso |
Entre las huellas de Whitman y Los Andes Raciel Martínez
halló al poeta Neruda, en su propia tierra. Valparaíso, Santiago, Isla Negra y
Viña del Mar representan los vínculos emblemáticos del poeta chileno con su
patria. Raciel celebra aquí al hedonista más que al poeta: “me fascinó por su
forma de vivir tan lúdica. Me imagino los fiestones con gente disfrazada en el
marco de un Pacífico revuelto entre las rocas y con suculentos platos de
mariscos, acompañados de un mareante pisco”.
La Sebastiana
Valparaíso
La Sebastiana se llama la casa donde vivió el poeta
chileno Pablo Neruda en el rocoso y escarpado puerto de Valparaíso.
Neruda deseaba una casa ni tan lejos ni tan cerca del
mundo urbanizado y del ambiente provinciano de un puerto como Valpa a mediados
del siglo pasado.
Pablo temía el mar, el navegar, nadar no sabía, pero los
frutos que de él emergían los disfrutaba, como el caldo de congrio –también la
paila marina por excelencia, la merluza o la reineta con verduras aliñadas con
suaves aceites y vinagres o un guachinanguito relleno de mariscos con una cama
de papas y una sábana de queso.
Sentía Pablo el cansancio de Santiago, la capital, por
ello quería una casa, una casita, sí, muy especial en esta ciudad llena de
cerros harto caprichosos, que Neruda veía como permanentemente despeinada –de
hecho Valparaíso tiene un aire de clochard en cada rincón.
En 1959 le encargó a unas amigas que le consiguieran una
vivienda con algunas características: no podía estar muy arriba ni muy abajo de
dichos cerros, además que fuese barata, próxima al comercio, y, ¡ah, sobre
todo! que los vecinos fuesen invisibles.
Y las amigas lo consiguieron.
En el Cerro Bellavista, hoy en día a la altura del centro
financiero de Valparaíso, en la calle Ferrari y la Avenida Alemania, se ubica
una casa de cinco pisos que todo parece menos una vivienda: da la sensación, en
el recorrido espléndidamente diseñado por la Fundación Neruda, de estar en un
museo, aunque no, más bien en la casa de un juguetero, o de un coleccionista de
rarezas, antigüedades y ocurrencias varias.
El barrio donde se encuentra actualmente la casa se ha
convertido en un sencillo pero inspirado homenaje a la poesía. Las casas
enseñan en sus fachadas poemas inscritos como si fueran su nomenclatura –los
escriben en una plaquita de losa que enseñorea e identifica a cada puerta en
cuando menos la rúa de Ferrari.
Hay un Parque de los Poetas con estatuas al tamaño real
de Pablo Neruda, parado, como saludando –alto por cierto, patón–, de Gabriela
Mistral sentada, seria, adusta incluso, y Vicente Huidobro, también recargado
en una banca y tirándote el brazo para que en confianza recibas un gesto como
trazando uno de sus caligramas.
Asimismo, se puede comer lírico, poético pues, en Oda
Pacífico, un restaurante gourmet; ahí puede uno deleitarse con unos pulpos
grillados con crounche de salmón, y no perderse por favor los postres
con maracuyá.
También hay cafecitos chics en la onda "yoga y
yogurt", como Donde Lucas, en donde se come un pastel de jaiba muy delicatessen
–para mayores informes consúltelos en Facebook.
Decían que Neruda bromeaba con la casa, al señalar que
salió perdiendo al comprar puras escaleras y terrazas.
Y, en efecto, La Sebastiana es más escaleras que casa.
Así como Pablo tuvo el don de la pausa, me lo imagino
cachurear por los pueblos y por Santiago para descubrir los objetos que
transformarían el estilo decimonónico por un indescriptible eclecticismo que va
de la refuncionalización de puertas rescatadas de una reciente demolición, los
grabados de barcos, un caballito de tiovivo, un ave rosa disecada que trajo de
Colombia hasta una soberbia fotografía de Walt Whitman, uno de sus poetas más
admirados junto a Arthur Rimbaud.
Y quizás su cachureo más sensible fuese su sillón de
cuero donde escribía con tinta verde y al que bautizó como “La nube”, una de
las tantas cosas que rescataba del olvido para inventarles una memoria.
Pablo el
cosista
Santiago
El novelista chileno Jorge Edwards dice que hay dos casos
extremos de escritores obsesionados por cambiar los interiores de sus casas.
Uno de ellos es José Donoso, el autor de Casa de campo,
compulsivo para añadir estantería, alfombra y vajillas.
Y el otro es precisamente Pablo Neruda, quien acumulaba
los objetos de forma menos clásica que Donoso y, es más, se advierte un
carácter más lúdico para decorar casi con estilo surrealista sus moradas.
Incluimos por supuesto en esta compulsión decorativa la
casa de Isla Negra en donde Neruda, con su tono bromista para causar sorpresa,
a las cosas les ponía nombre.
Los bautizos en todo caso se relacionaban con
las coyunturas fiesteras del poeta, que no dudaba en nombrar cosa alguna y de
pretexto organizaba una pachanga.
Aunque habrá que aclarar que la reunión de cosas
nerudiana, siempre conllevó una razón museística a la manera de un empedernido
coleccionador, como lo muestran sus mascaronas de proa, sus máscaras –la del
teatro No japonés son exquisitas–, las conchas marinas y las botellas.
Cuenta Edwards que cuando Pablo Neruda tuvo que
instalarse en el segundo piso de la mansión de la avenida de la Motte-Picquet,
donde estaba la embajada de Chile en París, Francia hizo lo propio hasta que no
dejó el recinto diplomático como una barroca feria mexicana.
Recordemos que Neruda pasó largas temporadas en México
–en una de ellas fue cónsul general de 1940 a 1943, donde vuelve a escribir el Canto
general y casose también aquí con La Hormiguita–, nación que lo
influye culturalmente como lo demuestra un rarísimo cuadro que conjunta al
cóndor con el zopilote allá en Isla Negra.
La relación con México data largo y con aristas de todo
tipo, tan sólo evoquemos que inmediatamente después del golpe de Estado en
1973, el presidente Luis Echeverría Álvarez habría ordenado al embajador
Gonzalo Martínez Corbalá traer a Neruda a nuestro país. Martínez Corbalá, un
día antes de la muerte del poeta, lo visitó y lo vio enfermo; sin embargo, no
estaba en estado catatónico, como lo registra el parte oficial. Lo afirmado por
Martínez Corbalá abre la tesis que sospecha del crimen de Neruda.
En fin, lo anterior comprueba la parte mexicana que tenía
Pablo...
En su poema dedicado a La Sebastiana, Pablo Neruda dota a
la casa de vida propia.
Dice que crece y habla, que tiene ropa colgada
en sus andamios, como ensortijado cabello apenas mojado. Y no duda en
extrapolar cualquier mitología para describir este inesperado puerto: "y
como por el mar la primavera / nadando como náyade marina".
La casa ha estado en medio de la controversia.
Primero sufrió destrozos derivados de los allanamientos
de la dictadura durante el golpe de Estado. Lo mismo ocurrió con sus otras dos
casas, ubicadas en la capital, Santiago, y en Isla Negra.
La viuda Matilde Urrutia la cerró y durante 18 años quedó
como una casa fantasma.
Y fue abierta por la Fundación Neruda,
encabezada por exfuncionarios pinochetistas que persiguieron en su tiempo al
Premio Nobel de Literatura. La Fundación muchas veces ha sido señalada de
malversaciones de sus fondos. Empero, el tema es que la casa ya está reabierta
y recibe de 600 a 800 visitantes a diario, y 300 cuando es temporada baja.
Todos esos objetos prueban
el mote con el que se autobautizó Pablo: decía que era un cosista por
naturaleza.
Milagrosa
mascarona
Isla Negra
María Celeste es una mascarona de proa
que Neruda tuvo como pieza consentida en su casa de Isla Negra. La
vivienda es plurifuncional por donde se le enfoque: es museo pero también,
literalmente, opera como un mapa del largo Chile. La tostada pieza de madera
tiene su historia, la cubre un velo de misterio que el poeta gustaba de
ensalzar. Y tan fue así, que el propio Salvador Allende la quería para su
propiedad.
"Me la ha tratado de arrebatar", escribió en Confieso
que he vivido.
Aunque pequeña, a Neruda tal vez por eso le sedujo, le
otorgaba origen francés y experiencia mínima, ya que según aseguraba, apenas
había navegado las aguas del Sena –porque, dedujo, pertenecía a un navío de
menor tamaño.
Con un vestido del Segundo Imperio, María Celeste
parece volar. Y sus ojos son de loza, lo que explica el milagro de la
mascarona.
Sí, María Celeste
llora, o semeja hacerlo, todos los inviernos. Neruda escribió que la madera
tostada quizás tuvo alguna impregnación que recoge la humedad y por ello
escurren las lágrimas.
Confieso que no me gusta
Viña del Mar
Tengo que confesar, a manera de coda, que no me gusta la
poesía de Neruda. Acaso lo que me provoca más ruido es su militancia que
ralentizó su obra. Poco sé del pleito con Octavio Paz. Sin embargo en este
viaje recuperé al personaje que, por cierto, en los registros fílmicos que
presenta la Fundación Neruda se muestra a un poeta generoso con las influencias
mayores –baja la mirada para referirse a Huidobro–, con los escritores
contemporáneos y con glorias de la provincia.
El personaje me fascinó por su forma de vivir tan lúdica.
Me imagino los fiestones con gente disfrazada en el marco de un Pacífico
revuelto entre las rocas y con suculentos platos de mariscos, acompañados de un
mareante pisco.
Sabía vivir en el alambre y lo hacía con una energía
cuasi infantil.
Me sorprendieron también en Isla Negra los colmillos de
narval, ubicados en la cola de la casa. De niño siempre pensé que era
mitológico este cetáceo, pero cuando los vi en fotografías, se convirtió en uno
de mis animales predilectos.
Asimismo está colgado el smoking con el que recibió el
premio Nobel, y no deja de causarme respeto su figura.
Al final adquirí uno de sus libros últimos, de los menos
conocidos. El título es: Geografía infructuosa y lo edita Losada, de
Argentina, en 1972, un año antes de su muerte. Se lee una poesía muy decantada,
sumario existencial que deja las huellas de Whitman, como este trozo de su
poema "Donde se escoge el pasado":
En cambio en aquel sitio
sin nadie, con océano y arena,
perdido, con mi traje
de soledad, mirando
sin ver, lo más lejano
en la distancia que borra las flores,
allí soy, continuo,
como si el tiempo hubiera detenido
en lo remoto mi fotografía
apasionada en su inmovilidad.
Compré entonces mi pingüino de lapislázuli con pico de
cobre para completar mi cachureo global, que incluye un ceviche limeño –con
camote y elote–, una gorra de Los Andes y así ya estoy a mano con Neruda: ¡Qué
padre poesía, pero más padre vivía! ♦
Por Raciel D. Martínez