Luis Enrique Rodríguez Villalvazo |
Reflexionar acerca de los resortes que se activan cada que se decide uno a escribir es una tarea
harto difícil, sobre todo porque representa una especie de acto de contrición,
con todas las implicaciones que eso conlleva. Es colocar al voyeur –en
la escritura se requiere de una gran capacidad de observación, de radiografiar
cada detalle, el más insignificante puede adquirir relevancia en la
construcción de un personaje, de una atmósfera– bajo el escrutinio de otros, y
en ese momento, al menos en mi caso, el juego deja de ser divertido.
Miento
si digo que desde pequeño me interesé por la lectura; ciertamente en casa siempre
hubo libros y mi acercamiento con ellos estaba directamente relacionado con la
experiencia vital que se desarrollaba afuera, pues fui todavía de los
privilegiados que tomamos la calle por asalto y prolongábamos las sesiones de
futbol callejero hasta entrada la noche, amén de que podíamos disfrutar de
escenarios naturales incorruptos.
No
empecé leyendo La isla del tesoro o los avatares de corsarios descritos
por Salgari, mi principal diversión era la “lectura” de la –por cierto,
incompleta– Enciclopedia Salvat de la Fauna que había en casa, y
entrecomillo lectura, porque en realidad era una revisión acuciosa de las
fotografías y dibujos que ilustraban los tomos. Alucinaba con la efigie de
animales tan enigmáticos como el okapi, el marabú, el rostro de un mandril y la
portentosa exhibición de sus caninos o el picozapato (personaje de mis
pesadillas infantiles, la foto del libro mostraba a la cigüeña echada sobre su
nido entre los juncos africanos, y su pico, en forma de sueco color violeta,
junto con la mirada amarilla me aterrorizaban).
Ese
gusto por las ilustraciones fue lo que me llevó quizá a conocer y devorar las
historias de Capulinita (la versión de bolsillo, estúpidamente
hilarante); Tawa, el hombre gacela que más tarde cambiaría su nombre a Batú; El Hombre Araña; el Simón
Simonazo, con su excelente adaptación de Kiss a la realidad patria; Kalimán,
en la versión sepia, cuando le metieron color le partieron el halo místico; El
Águila Solitaria. De esas lecturas data mi primer despertar erótico al
hacerme de Las andanzas de Aniceto y Las aventuras de Hermelinda
Linda, historietas que eran llevadas a casa por mis hermanos mayores y que
ocultaban debajo del colchón de la cama.
Bajo esa
misma lápida de resortes y poliuretano descubrí las primeras fotonovelas en las
cuales las tipas malas quedaban irremediablemente en ropa interior, y al cuadro
siguiente, con ojitos de arrobamiento, mostraban cómo el tirante del sostén
había descendido seductoramente de su sitio, pero nunca más allá.
Ya
siendo víctima de la adolescencia fui presa de dos pasiones casi en simultáneo:
el rock y la práctica del futbol. En el primer caso me afectó un acceso de
chovinismo que me hizo rechazar grupos y corrientes originarias de Sudamérica y
España con aquella oleada del rock en tu idioma –y en muchos casos no me
equivoqué-, mientras que del rock anglo sólo pasaba por el filtro lo metalero y
el blues; los extremos. En esa coyuntura me volví aficionado a la lectura de
otra revista; en un momento en el que el rock nacional estaba fuera de los
canales de comunicación masiva el Conecte era una ínsula. Ahí me enteré
de la existencia del tianguis del Chopo; los hoyos fonquis, cuyo bautizo se
atribuye Parménides García Saldaña; los punks y sobre todo de que hubo algo que
se llamó Avándaro (el festival de rock y ruedas). Todo me llevó a enterarme de
que había un concepto denominado “contracultura” y de ahí a la lectura de José Agustín, el propio
Parménides, José Joaquín Blanco y su trabajo sobre las bandas, sólo medió un
pequeño paso.
Tiburón con el futbol
El
futbol intenté practicarlo profesionalmente, aprovechando el regreso de los
Tiburones Rojos a la primera división, pero no hubo mucha suerte y recalé, como
paria, en la práctica del futbol playero. De igual forma hice mías las
historias surgidas de los rincones sórdidos y mórbidos del puerto –Cortés,
Guerrero, Arista, los callejones de Cuatro Ciénegas y La Lagunilla– antes de
que fueran tomados y saneados por los batallones de hipócrita limpieza de las
administraciones panistas, y el malecón y su poliédrica catadura.
Cuando
me di cuenta estaba ya en la universidad y en mi vida había escrito una línea.
Pronto conocí el trabajo de Juan Vicente Melo y de Sergio Galindo. Del primero
intenté calcar el estilo en mis primeros trabajos, del segundo me interesaba la
transformación de la periferia en el centro. Luego llegaron Jorge
Ibargüengoitia y su irreverencia, Enrique Serna y el humor acidísimo, José de
la Colina y la contundencia de la brevedad.
Al mismo
tiempo, el videoclip se enseñoreó como referente visual; de pronto todo un
universo cabía en tres minutos. Esos parámetros se trasladaron al texto y mi
escritura tendía a condensarse en ellos, me aterraba que mis historias no
pudieran extenderse más allá de dos o tres cuartillas, a lo cual se sumaba una
propensión al diálogo que pensaba un defecto.
Tuve la
suerte de conocer en esa coyuntura a Sergio Pitol quien me mostró que esas
características, bien explotadas, podían ser virtudes, me dio la llave de
algunos de los secretos del oficio, sobre todo uno que es particularmente caro
a la escritura: la disciplina. En una ocasión me dijo que todo joven escritor
debe imponerse un ritmo de trabajo cotidiano –tres horas diarias, ponía como
mínimo– y que si un día no podía dedicarle a la escritura esas tres horas, al
día siguiente debía cumplirlas y así hasta subsanar ese déficit. Las
iluminaciones existen, es cierto, pero no se puede dejar todo a la voluble y
volátil inspiración.
Flaubert
aconsejaba a Maupassant: “No sé si tendrá usted talento, joven… pero no olvide
usted esto… que el talento, según la frase de Buffon, no es más que una larga
paciencia. Trabaje usted”.
En la
Facultad de Letras entendí qué era lo que no quería ser, además me dio las
herramientas para aprender a leer la realidad. Junto con Víctor Hugo Vásquez
Rentería emprendimos la aventura de devolverle a la facultad una publicación
periódica, gracias a eso y la libertad que nos ofreció Víctor al grupo de
amigos que conformábamos la redacción de Longinos pudimos sentirnos
dictadorzuelos por un rato.
Poco
después, fue Rafael Antúnez quien apostó por mi trabajo y me ofreció las
prensas de la Editora de Gobierno del Estado de Veracruz para publicar Permanencia
voluntaria; junto con él, otras presencias han sido puntuales para mi
formación, primero como lector y luego como narrador: José Luis Martínez
Suárez, Rodolfo Mendoza, José Homero, en cuyo Performance he
desarrollado el oficio periodístico, además de los infaltables lectores
cómplices que detectan las falencias que el ego y la saturación impiden
observar con claridad.
Dice
Paul Auster que:
Cada libro es una imagen de soledad... Es un objeto
tangible que uno puede levantar, apoyar, abrir y cerrar, y sus palabras
representan muchos meses, cuando no muchos años, de la soledad de un hombre; de
modo que con cada libro que uno lee puede decirse a sí mismo que está
enfrentándose a una partícula de esa soledad. El libro puede hablar de soledad
o compañía, pero siempre es necesariamente un producto de la soledad.
No
concibo de otra forma mi trabajo, y no es sólo lo relativo a la ausencia
física, sino a la necesidad de aislamiento que se requiere para la elaboración
de un texto. “Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de
fantasmas el vacío”. Ese aislamiento es el que a su vez viven mis personajes,
la desolación interior, el individualismo, la ausencia de amor y su
transformación en espirales de violencia que se desbordan.
¿Qué me
mueve a escribir?, me pregunto al momento de redactar estas líneas para tratar
de compartirlo con ustedes y aún no encuentro respuesta elegante, quizá se deba
a que soy un mentiroso compulsivo o quizá, como dice uno de mis personajes:
La palabra es la ausencia del silencio, por eso
escribo, no para combatirlo, sino para evitar que se adueñe de mi vida, el
silencio fue el motivo, la causa de mi más profundo dolor, el cual había
permanecido sepultado bajo toneladas del escombro acumulado en esta ruina
permanente que ha sido mi vida… Si no nos sirven las palabras sólo nos queda el
silencio, sin embargo tampoco podemos asegurar la existencia de este último: En
esta noche, en este mundo… y nada es promesa entre lo decible que equivale a
mentir (todo lo que se puede decir es mentira), el resto es silencio, sólo que
el silencio no existe… ♦
Por Luis Enrique Rodríguez Villalvazo