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Argo, la cinta dirigida
por Ben Affleck y ganadora del Oscar a mejor película, es según Raciel D.
Martínez en este texto, una película hecha para una causa, “como si atrás de la cámara
estuviese el punto de vista de un militante”.
Podría Argo haber sido premiada como el mejor reportaje ilustrado,
gracias a la desclasificación de una misión tragicómica, más en la vena de los
hermanos Marx que basada en la siniestra historia de la CIA.
Podría Argo haber sido galardonada con un
premio especial, político por ejemplo, por la “osadía” de desmitificar a las
operaciones de espionaje y poner a ésta –la operación de Argo– como el buen
ejemplo, la corrección de las correcciones políticas, de cómo intervenir,
chuscamente, sin que se transgredan derechos humanos ni que se mate a personas
y que de ñapa sea un final feliz con humor involuntario de por medio –por ello
la alusión de la farsa, tal como dijo el otro Marx, Karl, al referirse a la
repetición de los grandes hechos.
Podría Argo haber sido impulsada como una
gran película metida al código de la televisión, que se distingue de la
producción habitual, por una excelente contextualización histórica y política,
y poco de aportaciones a la sintaxis y a la estética fílmica.
Loable en muchas aristas, por donde se le vea a Argo,
contenida en su afán nacionalista con una bandera muy en el fondo de su fase
concluyente y candorosa con la colección de muñequitos que rinden homenaje a la
luz de la ciencia ficción serial de Star wars y Viaje a las estrellas,
a final de los días, los guerreros blancos de un imperio que luchan en contra
de una etérea oscuridad (que puede ser la Estrella de la Muerte o el Islam, qué
más da).
También, inclusive, destaca el mérito de presentar,
en el contexto de una ola absurda de atentados en escuelas en los Estados
Unidos, a un héroe norteamericano que, sin ninguna bala, demuestra al mundo que
puedes ser un buen espía patriota y pacífico. Todo eso, vamos, está rebien,
pero de que Argo se merezca el título de mejor película, como que no.
Ben Affleck nos sorprendió con Gone baby gone
(2007) y de inmediato apostamos nuestra canicas porque en él veíamos, quizás, a
un futuro Clint Eastwood que en el tiempo que se filmó Gone baby gone,
Eastwood había realizado Río místico (2003) –y la semejanza se acentuó
porque ambos filmes citados tienen su plataforma en relatos de Dennis Lehane.
Sin embargo, Argo parece una película
maquilada para una causa –la demócrata, por cierto– en busca de golpes de timón
que asegurasen su segundo periodo en el poder cuando pendularmente ya lo tenían
más que garantizado. El que haya sido la esposa del presidente de Estados
Unidos, Michelle Obama, la que entregó el premio, me parece una tirada política
maestra –a mi gusto burda por obvia–, que de nueva cuenta enrarece a la
estética fílmica en la atmósfera oscarera. El mensaje, insisto, lo abrazo con
singular simpatía sobre todo cuando tenemos enfrente la vesania cinematográfica
que justifica o no un lenguaje hiperviolento.
Como película, tres secuencias del Django sin
cadenas de Quentin Tarantino superan a los 65 insulsos minutos iniciales y
a un final anticlimático faltando quince minutos –seguro adrede–, y con un
cuarto de hora de epílogo fallidísimo que se pone a explicar la taradez de los
servicios de inteligencia iraní.
De pronto pareciera que estamos observando a un
Tony Scott de Juego de espías o un tibio Oliver Stone en JFK
–vago, subrayo–. Todo lo que hacían de cine político Sidney Pollack o Alan
Pakula tiene capas mayores de densidad dramática y ya no hablemos siquiera de
la compleja urdimbre de Steven Spielberg en Munich.
Seguro Affleck se apega a los libros de The
Master of Disguise de Antonio J. Mendez y The Great Escape de
Joshuah Bearman, y por ello mantiene un tono aséptico en su crónica. No
pedíamos a un Ridley Scott ni a una Katryn Bigelow con ese pulso taquicárdico
de la acción. Cuando menos que Affleck hubiese rescatado algo de su confección
de personajes de Gone baby gone que tanto nos gustó. Empero Argo
se queda en una capa muy superficial de la anécdota, como si atrás de la cámara
estuviese el punto de vista de un militante. ♦
Por Raciel D. Martínez