Condecorado este año con el premio Nobel de Literatura,
Mo Yan, cuya trayectoria es atípica, circunstancial y crepitante, es
prácticamente un desconocido en lengua castellana. Luis Bugarini reflexiona en
torno a este autor quien nació en 1955, “en la provincia de Shandong, en el
seno de una familia de granjeros. Abandona la escuela durante la Revolución
Cultural e ingresa a laborar a una fábrica de productos derivados de petróleo.
Luego se enlista como soldado y comienza a escribir en 1981, a la edad de
veintiséis años.”
Uno
Sucedió de nuevo. Al fin. Los augurios sobre los
posibles premiados dejaron, como es usual, ríos de tinta en los periódicos del
mundo. Por alguna razón, el premio Nobel de Literatura sigue teniendo más peso
real que los demás, de otras categorías. Es la premiación más esperada. Apenas
un interesado, o un practicante de tal o cual disciplina, podría recordar a los
galardonados de Física o Química. Así sucede. La academia sueca, como cada
octubre, entregó su galardón para premiar la trayectoria de una obra literaria,
edificada a lo largo de varias décadas. Las expectativas y apuestas circularon
por todo el mundo. Los favoritos más sonados eran Philip Roth y Haruki
Murakami, que llevan años esperando recibirlo y no carecen de méritos en
absoluto.
En este
caso, para sorpresa de todos, la decisión recayó en el escritor chino Guan Moye
(1955), conocido como Mo Yan, o “no hables”, en mandarín. Un autor que,
difícilmente, habría imaginado –él mismo– ser el seleccionado. Pero esto es una
rueda de la fortuna y nadie queda inmóvil en su sistema giratorio. Coincidamos
en que, por más que podamos estar en desacuerdo con los criterios de Estocolmo,
los autores premiados llevan tras de sí una labor literaria sustentada en la
búsqueda constante, que deriva en una renovación de la estética de su tiempo.
Imagino que fue el caso de Mo Yan quien es –según palabras del vocero de la
propia academia– una celebridad en China.
Pero la
perplejidad y el rostro de interrogación ha sido el común denominador de la
prensa mundial. Nadie tiene apenas elementos para referir algo sobre la obra
del premiado y todo ha concluido en una sobrexplotación de lugares comunes,
casi siempre victimizantes. Algunos de ellos: que si se opone al régimen chino,
que si ha firmado peticiones para liberar escritores con problemas legales, que
si representa una versión excéntrica de cierto realismo mágico trasnochado. En
fin. La lista es larga. Basta teclear su nombre en Google para maravillarse con
todos los vacíos críticos que giran alrededor de su obra; al menos en lengua
española.
Los
lectores, por su parte, acudieron enfebrecidos a las librerías sólo para encontrar
que sus libros son de difícil acceso. Apenas una editorial los publica en
español –Kailas, de Madrid– y sus tirajes son limitados, tienen apenas
distribución o de plano no llegan a librerías pequeñas. O así lo era, antes de
la concesión del premio. Será lógico suponer que nos inundará un mare magnum
de ediciones, al igual que ha sucedido en otras premiaciones de autores poco
leídos en México, como fueron los casos de Herta Müller y Tomas Tranströmer.
Han
circulado, vía Twitter y otras redes sociales, algunos libros electrónicos,
tales como Rana (Wa). O relatos sueltos. Pero es natural
desconfiar de lecturas de esta naturaleza. Se requiere un trabajo de traducción
exquisito, al menos por lo que hace al idioma chino. Asimismo, de ser posible,
una revisión por parte de un segundo traductor. Como se sabe, el chino es una
de las lenguas más complicadas para aprender. Ya no digamos traducir. Podremos
leer a Mo Yan, con fidelidad y confianza, cuando existan traducciones
higiénicas. Y es que esta será, sin duda, una de las premiaciones menos
comentadas, con menos impacto mediático. Quizá será recordada como una de las
más literarias, hablando en términos llanos. Además: Mo Yan es un personaje
taciturno, que rehúye la arena pública. No se le ve dando entrevistas. En parte
por su temperamento, en parte por las restricciones propias del régimen chino.
Pero lo
referido no aplica sólo al caso mexicano o al de la lengua española, en
general. En sitios electrónicos internacionales de venta de libros, como
Amazon.com o barnesandnoble.com, las publicaciones enlistadas de Mo Yan son
escasas o están descatalogadas. Tampoco hay versiones para kindle o en
formato de e-book. Supongo, en breve, esto cambiará de una manera
expedita. Veremos, pues.
Ahora
bien, no se deberá olvidar que median doce años entre la premiación de Mo Yan y
Gao Xingjian (1940), quien obtuvo el mismo galardón en el año 2000. El famoso
criterio de distribución geográfica hizo acto de presencia de nuevo en el
espíritu de la premiación y los ojos de Suecia regresaron a China. Aunque es
necesario decirlo: es la primera vez que el galardón recae en un escritor chino
residente en el país oriental, ya que Gao Xingjian, para cuando recibe la
presea, se había afincado en Francia e incluso se nacionalizó francés. Entonces,
atestiguamos la premiación de un escritor chino, que vive la realidad de su
país y que, de leer sus novelas, se adivina que la piensa y la padece.
China,
se sabe, es un gigante en términos literarios. La tradición poética y narrativa
es extensa y cubre siglos enteros. Inolvidables los poemas de Li Po y de tantos
más. Además, su historia está dibujada por contradicciones que estimulan la
creación y el debate de ideas –hasta donde es posible, considerando que viven
bajo un régimen comunista–. Y aun cuando China es un mercado muy relevante por
lo que hace a la producción y compra de libros, su literatura moderna y
contemporánea es apenas conocida fuera de sus fronteras.
El país
del dragón no sólo es una máquina de generar efectivo, o de compra de valores
en el mercado internacional. O mano de obra barata, a la que no le aplican los
beneficios de los derechos humanos. China, en primer término, es un continente
literario.
Dos
Pareciera
que no es posible para el escritor que padece los estragos de una dictadura
eludir sus aristas en la obra literaria que elabora. Es el caso de Mo Yan.
Incluso su pen name significa “no hables”, porque su padre le dijo
–según él mismo lo cuenta– que era la mejor manera para relacionarse con el
mundo exterior. Mutismo deliberado frente a la tragedia del mundo, ya que
hablar era exponerse. Recordemos que la Revolución china acontece en 1949 y a
su materialización se sucedieron los peligrosos días de los años cincuenta. Un
periodo que se recuerda como sembrado de peligro, ya que las ejecuciones y los
internamientos sin apenas razón estaban a la orden del día. La toma del poder
exige que de inmediato se controle el pensamiento. Fue el caso.
Según
palabras de la propia academia, el premio se otorgó debido a que Mo Yan, “con
realismo alucinatorio funde folclor, historia y lo contemporáneo”. Así, tal
cual. El comunicado de prensa no dio más detalles sobre los motivos de la
premiación. Pero como sucede, no es posible sintetizar la obra de un
autor en una línea y hará falta entrar a la lectura detallada de su obra
reunida, una vez que se encuentre disponible.
Parece
que fue en una declaración o en una charla ante estudiantes en donde Mo Yan
confesó su lectura atenta de la obra de Gabriel García Márquez. Juzgó que su
colorido y expresividad de estilo se adaptaban al caso chino, además de que,
leído a la distancia, lo que le impactó fue el procedimiento novelístico, mismo
que el colombiano derivó de Faulkner, como se sabe. Mejor no lo hubiera dicho.
A partir de ahí la prensa lo etiquetó como heredero del realismo mágico –en una
versión fantástica (más mágico aún, pues)–, aunque, como sucede, cualquier
simplificación en términos literarios es una apuesta arriesgada.
Claudio
Magris resume su tentativa y alcances de la siguiente manera: “Hoy sabemos que
para él Faulkner, junto con García Márquez (otro épico del Sur del mundo), fue
y es un modelo fundamental y amado. Mo Yan es un grande; uno de los escritores
más poderosos, creativos y seductores de nuestra época.” (Nexos, agosto,
2008.)
Esta
filiación, quizá no ideada por él, pudiera tener un efecto negativo en la
percepción de su obra, ya que la obra de García Márquez, si bien tiene una base
amplia de lectores, se encuentra muy agotada como fuente germinal de narrativa
contemporánea. Será una gran equivocación, una vez que la mayor parte de su
obra se encuentre disponible en lengua española, leerla con el filtro del autor
colombiano. En fin, uno de esos tesoros que el periodismo puede crear a través
de una repetición incansable.
A lo
anterior, cabría destacar cierta maestría técnica para relaborar, desde una
óptica literaria, el drama humano a nivel primario. En sus narraciones no hay
más interlocutor que el hombre mismo, en el espejo de agua en el que pretende
mirarse. Más de que García Márquez, Mo Yan bebe su idea de la construcción
novelística de William Faulkner, aunque trasplantado a China. Yoknapatawpha en
una versión de Oriente, expandida en memorias que avanzan entre generaciones
largas y distendidas.
Tres
La
trayectoria literaria de Mo Yan es, al menos, atípica, circunstancial y
crepitante. Nació en la provincia de Shandong, en el seno de una familia de
granjeros. Abandona la escuela durante la Revolución Cultural e ingresa a
laborar a una fábrica de productos derivados de petróleo. Luego se enlista como
soldado y comienza a escribir –según el reporte biográfico del sitio
electrónico de la academia– en 1981, a la edad de veintiséis años.
La
crítica, en su mayoría, ha destacado la aguda visión de Mo Yan para entender
las causas profundas de las dificultades chinas a nivel espiritual, sensible.
No en balde la dedicatoria de su novela Grandes pechos, amplias caderas
(1996) consigna: “Al alma de mi madre”. La falta de libertad de expresión y los
vicios de una sociedad tradicional que tiene que vivir por fuerza en contacto
con la modernidad occidental, terminan por desbaratar a las almas. Al igual que
Japón, la sociedad china tiene arraigo por costumbres ancestrales que entran en
conflicto con el acelerado avance de la vida actual. Y aun con todo, China es
uno de los mercados más sedientos de smartphones y tabletas
electrónicas. Paradojas de una modernidad que se asoma, tras la filosofía de
Confucio, a la oferta interminable de vicios novedosos, como las redes sociales
o la pornografía para descargar.
Al tener
noticia de la premiación, de inmediato se hizo memoria de que Zhang Yimou
(1951), director chino, hizo su debut con la adaptación cinematográfica de Sorgo
rojo (1987), misma que obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Cine de
Berlín, al año siguiente.
El filme
es una reconstrucción a través de la voz de un nieto, de la historia infeliz de
sus abuelos. Mirada reconcentrada en la lejanía de los años perdidos, contada a
partir de relatos pasados entre generaciones. Mo Yan, acaso haciendo un
ejercicio de memoria de sus días en el campo, entra de lleno a contar la vida
de los campesinos. Nada fácil. En muchos sentidos, China sigue siendo un país
rural. Aun con el avance tecnológico y las obras de infraestructura, el país es
más grande –mucho más– que las avenidas informatizadas de comercio libre que
asombran en Beijing y Hong Kong. La China más interior es la que aún existe en
la provincia, confinada por la falta de autopistas a prácticas milenarias,
ciegas del paso veloz de los tiempos que corren.
Sorgo
rojo, en su dimensión épica, es
una afortunada restauración de un mundo que puede seguir existiendo en zonas
rurales. Aunque falta más análisis para detallar si su obra es particularmente
autobiográfica, sería lógico suponer que Mo Yan se sirvió de experiencias
propias para realizar este ejercicio de memoria. Pensemos: la película
transcurre en la provincia de Shandong, por los años de 1937-1945. Figuran
efectivos del Ejército Imperial Japonés, al igual que los novatos guerrilleros
que fundarían, años después, el régimen comunista. En sus novelas, a la manera
de un eco en la lejanía, retumban los pasos de la marcha de la historia, aunque
Mo Yan no se concentra en hacer una novela histórica, sino relatos
personalizados de individuos con nombre y apellido. Aquí el drama, reitero, es
interior. A puerta cerrada. El ciclo de la historia transcurre fuera de la
puerta.
Jiu’er,
protagonista de Sorgo rojo, viuda de un matrimonio arreglado, seguirá al
frente de la destilería heredada de su desaparecido marido y habrá de resistir,
con más coraje que valor, los vaivenes tristes de la historia china. Y esto
aunque ya no exista Mo Yan ni el régimen comunista. Esto sucederá en tanto haya
lectores de su obra.
Cuatro
Una obra
literaria, si tiene los pies firmes, como parece ser el caso, requiere de
tiempo suficiente de circulación entre sus lectores. Es verdad de Perogrullo
que la concesión del premio Nobel no garantiza la permanencia de una obra. Los
lectores son (somos) caprichosos. Muchos disfrutan, como es mi caso, la vereda
lateral a los caminos asfaltados. Pesa una lápida sobre la forma de conceder
los premios literarios que nos impide confiar en ellos de una manera ciega. Es
natural: hemos visto demasiado. Ojalá que las traducciones fiables de Mo Yan
lleguen a sus lectores antes de la siguiente premiación, o el torrente del
siguiente octubre podría borrarnos de la memoria la presea al autor chino.
Atestiguamos
el tiempo que se nos escurre. Aparecen novedades que ya no están cuando
visitamos de nuevo la librería. Uno se pregunta, ¿a dónde van a dar tantas
publicaciones de baja calidad? Increíble que apenas alguien tenga libros de Mo
Yan. Ejemplo: se leyó en su momento La montaña del alma (1991) de Gao
Xingjian, y ahora es apenas un eco de una premiación pasada. También, la
barrera del idioma complica la situación del autor chino frente a sus
potenciales lectores occidentales.
Si
alguna vez el premio Nobel sirvió como puntero para acercarse a literatura de
calidad, ahora ya la toma de decisiones está desconcentrada –por suerte para
todos– y existen otros mecanismos de orientación para que el lector, en la
librería, pueda elegir con una libertad informada. Mo Yan puede ser un autor
genial, pero corre el riesgo de ser disuelto por prácticas mafiosas, tanto de
la propia China, que no le permitan continuar con su labor creativa, como por
el aluvión de periodistas que lo buscarán para obtener una entrevista o una
declaración aislada sobre China, su literatura o lo que se les ocurra. El
límite es la imaginación.
Al igual
que muchos autores españoles que continúan perfilando episodios de la Guerra
Civil española, muchos autores chinos –como es el caso de Mo Yan– se asoman con
temor, asombro y también ironía a los momentos negros de la vida bajo el
comunismo, además de todas las contradicciones que cruzan el siglo XX de su
país. Por suerte se salva de ser un escritor que busque su armazón narrativa
sólo en la historia, ya que cuenta con una inteligentísima sensibilidad para
darle portazo al drama histórico a secas y pasar a contar los actos mínimos de
quienes actúan la historia. No pidamos más. No hace falta. Esta es literatura. ♦