Cristóbal Tavera |
Los
viajes de Cristóbal Tavera vistos a través de una serie fotográfica
cuyas imágenes muestran un sentido lúdico, “causa y efecto de las
percepciones inteligentes; gracia, como ese atractivo independiente de
lo bello”, escribe Omar Gasca. La muestra está abierta al público desde
el 10 de agosto en la Galería Fernando Vilchis del Instituto de Artes
Plásticas de la UV.
No es la historia de esos cuatro viajes de 1492, 1493, 1498 y 1502 que, documentados en lo que hoy se conoce como Diario de Colón, dieron
lugar por una parte a la impostura de que este personaje descubrió
América y, por otra –eso sí–, al encontronazo entre dos mundos con las
dramáticas consecuencias que gracias al desamor, la apatía y la
corrupción ciertamente no acaban para los nativos de las tierras de este
lado del océano Atlántico. Para “descubrir” América, le cuelga, y si de
visitas hablamos ya habían llegado vikingos, monjes culdees irlandeses y
templarios antes y después de ser acusados de herejía y sacrilegio por
Clemente V y de ser perseguidos por éste y por Felipe IV. Y algunos
asiáticos.
Es
Cristóbal, sí, pero Tavera, el de todos los días y todos los años, ora
produciendo aquí, ora exponiendo allá, mostrándonos desde el 10 de
agosto en la Galería Fernando Vilchis del Instituto de Artes Plásticas
de la UV lo que hace las veces de bitácora fotográfica de su paso por
algunos países, entre otros Japón y Jordania, y que es diario, agenda,
registro, memoria y testimonio de viaje de un artista que es turista,
pero que no viaja por placer sino con él y que no se suscribe a las
frivolidades, la superficialidad y la artificialidad que caracterizan a
la mayoría del género.
Artista
de placas y gurbias, de imágenes digitales, pinceles y lienzos,
trabajador y visionario, Cristóbal Tavera hace con estas imágenes un
poco lo mismo que con el dibujo: son a la vez una obra acabada en sí y
materia prima para otros tratamientos y diversas articulaciones
retóricas de las cuales, además, como los buenos músicos, suele hacer
variaciones que responden a tropos específicos, no siempre previstos
pero efectivos. Las escenas tienen ya de suyo algo que responde menos al
studium y más al punctum de Barthes, o sea que tienen
que ver poco con la cultura, el gusto y los valores conocidos por
(casi) todos, y mucho con la idea del filósofo, ensayista y semiólogo francés cuando respecto a esa cosa de la imagen dice: “es ese azar que en ella me despunta”, que “surge de la escena como una flecha que viene a clavarse”. El punctum,
es decir, eso que “puede llenar toda la foto” y que “muy a menudo sólo
es una detalle”, lo que puede explicarse mejor con la inteligente y
sencillísima frase: “Lo que puedo nombrar no puede realmente
conmoverme”, también de Barthes aunque pudo ser de Jean Genet, Santa
Teresa o San Juan de la Cruz.
Y
es que Tavera tiene, al modo de esas viejas usanzas que sí extrañamos,
el ojo entrenado, conectado a su vez con el asombro y la intención. De
un lado, la porción de realidad que tiene enfrente le atrae así, a
secas, sin más, porque encuentra el detalle, pero ve en aquélla la
oportunidad o, más bien, la condición de lo posible. Con su cámara actúa
entonces como un voyerista interesado en la desnudez de lo que vestirá
con una adecuada e intuida intervención, con la yuxtaposición de algún
otro elemento o cualquiera otra estrategia creativa. Un Peeping Tom,
pero no a la disimulada caza visual de Lady Godiva sino del efecto del
asombro, que no por parecerle a Aristóteles el motor que impulsa la
filosofía hay que reducirlo a ella ni asociarlo con sabores rancios. Por
el contrario, siendo el asombro lo que marca, inicia y decide, se trata
de la puerta del conocimiento y, aquí, del arte como una forma de él,
con puertas, ventanas y toda la clase de vanos con que este artista abre
su visión y la de otros.
Evidentemente,
hay en estas fotografías un sentido lúdico y también bastante de ese
sentido del humor que es causa y efecto de las percepciones
inteligentes; gracia, como ese atractivo independiente de lo bello, como
ese conjunto de cualidades que produce admiración, como eso que es
divertido y sorprendente, como eso que según Jesusa Rodríguez –y otros
nosotros– ha perdido el arte (aunque algunos dirían que su gracia
consiste en haberla perdido).
No
hay proyecto en cuanto premisas claras, objetivos o temas
predeterminados. No hay discursos elaborados, tesis profundas ni
planteamientos tales o conceptuales. Sólo nociones y propósitos
imprecisos, vagos, aproximados, orientados por notables presaberes y
subordinados a una finalidad estética y puestos al servicio de lo que
los antiguos latinos llamarían ars bene dicendi y hoy
concebimos como productos eficaces que propician generosos consumos
intelectuales y emocionales que aportan una visión peculiar sobre las
cosas.
Una
vez más –pero a veces demasiado seguido– Tavera nos llama la atención
acerca de sus talentos, para acabarla, hoy, con fotografías que muchos
dedicados al oficio de hacerlas deberían envidiar. ♦
Por Omar Gasca
Por Omar Gasca