Jorge Amado |
Jorge Amado disfrutaba de las novelas de
enredo. Épica de la sábana tibia, mejor aún si es ajena. Saltar de la cama y
huir por la ventana jamás perderá vigencia y esto exige destreza física. ¿Será
esa liviandad a la que obliga la temperatura del trópico? Salvador de Bahía es un
lugar que arde. El roce de la piel está a la mano. La mirada atenta no genera
recelo y el sudor marca la forma del cuerpo en la ropa. Es un llamado y un eco
de humanidad. La belleza, además, es un artículo de producción masiva y elegir
implica resignarse. Gabriela, clavo y canela (1958), Doña Flor y sus
dos maridos (1966) y Tieta de Agreste (1977), tres de sus novelas
más celebradas, confirman que el disfrute del roce comienza un ajedrez
volcánico. Las pulsiones del organismo nos apremian a la acción. Para conseguir
algo es necesario alejarnos de la inmovilidad —más aún si es un obsequio de la
seducción—, y danzar al ritmo de los incidentes. Flor, Tieta y Gabriela
organizan su día para saltar por encima de ese desfile de acosos. La belleza es
una condena. No se puede tener un trabajo de oficina cuando el destino natural
es la pasarela. Actuar con un desaire continuado obliga a caminar por una
cuerda tensa y delgada. Ignoramos en qué momento estallará una bomba motivada
por el desdén. Así que la mecánica del deseo aún es parte de nuestra barbarie
de corbata de marca o bolsa de diseñador. El humor del autor brasileño adereza
este tránsito y los episodios mueven a risa. La picaresca involuntaria tiraniza
las páginas y uno se entrega idéntico a la sonrisa gratuita y al pañuelo que
nos escurre el sudor. Las novelas transcurren en Brasil y no hay necesidad de
subrayarlo. Flota la vida alegre de los cuerpos que se aderezan bajo el sol,
maquinan la travesura del día y se orientan en esas noches en que el sexo es la
única distracción. Nos perpetuamos en los mismos sitios, a hora distinta, con
rostros intercambiables para protestar por la velocidad de la vida. Tres
amazonas ligadas a un escenario porteño.
Es
improbable que Álvaro Cunqueiro sea recordado como poeta y menos aún como
gastrónomo. Y lo fue, no obstante. El autor que refieren como uno de los
grandes escritores en lengua gallega apenas circula en el medio hispánico.
Brotan de pronto, en colecciones dirigidas a estudiantes, algunas novelas y
compilaciones de relatos. Esto cuando hay suerte. Difícil no preguntarse cuánto
debilita a la literatura española —de así ser entendida su balcanización de
autores por lengua regional—, este mosaico de aerolitos en el firmamento de los
siglos. Cunqueiro además intentó el teatro, en el que no hizo menos. En O
incerto señor don Hamlet, príncipe de Dinamarca (1958), reelabora la
tragedia de Shakespeare y la adereza con el realismo existencial de su tiempo,
además de esa sátira finísima que lo caracterizó. El aspecto mítico que revolotea
en su narrativa llega a un punto de inflexión en esta obra de teatro. Hamlet
sigue perseguido por el remordimiento y la acción, pero se da tiempo para
enjuagarse la cara larga por el luto y entregarse a la vida. Del mismo modo hay
ecos de Edipo, del teatro experimental del siglo XX y de la ironía para
desnudar fenomenologías impenetrables. El legado de las narraciones de marinos
que escuchó de pequeño —nació en Mondoñedo, al norte de la provincia de Lugo—,
alimentó su ideal literario con elementos fantásticos y seres privilegiados.
Ecos del mundo celtíbero e hispánico aunque sin influencia árabe, su Hamlet
es una radicalización de la incertidumbre que nos habita. La relación de los
personajes concluye alarmante y febril. Un escritor contemporáneo, de aliento
vanguardista, interviene una obra del teatro inglés. Cunqueiro eligió
permanecer en España, ejerciendo el periodismo. Militó en la Falange y eso ha
eclipsado la lectura de su obra. Caso idéntico: Leopoldo Panero. Una elección
política, que es una forma de actuar y encarar al mundo, puede sepultar una
labor literaria. ¿Cuánto tiempo más navegará en el rencor de la historia?
¿Deberemos arroparnos en la postura reinante? ♦Por Luis Bugarini