Nada
tan eficaz como una caricatura para tornar reconocible lo que podría plantear
un enigma; después de todo la realidad es compleja y sólo mediante la reducción
adquiere consistencia. Las caricaturas reducen la complejidad de un rostro a un
rastro, la variedad de detalles supeditados a una peculiaridad. Nada más inútil
que una caricatura cuando se busca comprender una obra.
A Michel Houellebecq lo
persiguen las caricaturas. Tras establecer una obra y al cabo de cinco novelas,
respondió en una entrevista con la Pans
Review a las constantes críticas a su obra afirmando que “después de dos o
tres novelas, un escritor no debe esperar ser leído. Los críticos ya han
emitido su juicio”. Ante las reacciones que Houellebecq suscita uno incluso
podría reducir tal declaración a su caricatura: Después de dos o tres novelas
un escritor no debería esperar a ser leído, el rumor lo ha reducido a un lugar
común.
Uno de los lugares
comunes sobre Michel Houellebecq es asociarlo con la polémica. Si antaño
escribir solía implicar una biblioteca y el apoyo de diccionarios, notas y una
recapitulación sobre los apuntes de lectura, actualmente escribir resulta
indisociable de plantear en el buscador de Google los parámetros de una
consulta. Así, la posibilidad de una búsqueda arrojará las monedas instantáneas
de un I Ching para lerdos: “Houellebecq + polémica”. Y sí, tras plantear esa
reducción aparece un listado de vínculos a sitios girando en torno a la noria
de la polémica. Lo cual no deja de ser una suerte de condena: como si ya no
pudiéramos hablar de Houellebecq sin antes pagar la aduana del peaje de la
polémica. Uno debería entonces preguntarse si hay un centro profundo en
Houllebecq que nos permita escapar de esos círculos tan bajos del infierno de
la opinión.
Y acaso la mejor manera
de salir de la circulación sea atender a la obra, que está allí desde hace dos
décadas proponiendo sus paradojas de la vida hipermoderna: las consecuencias
del materialismo y del egoísmo, la vinculación entre economía de mercado y
narcisismo erótico, la globalización y el turismo sexual, la agonía del
liberalismo y el crecimiento de la intolerancia religiosa, la soledad y la
búsqueda del otro… Parejas que acusan un resabio de nuestra nunca proscrita
tentación binaria; parejas que acaso revelen en su grueso trazo la reacción a
esta obra. Soy un profundo admirador de esta literatura porque estoy convencido
de que como ningún otro escritor contemporáneo Houellebecq tiene algo que
decirnos y que sus historias son alegorías de la complejidad del mundo
hipermoderno. Y si hay algo que aprecio además es su concepción de que la
poesía contemporánea ha expresado mejor que otros discursos la complejidad de
la realidad.
Si se quiere insistir en
la caricatura de Houellebecq como escritor polémico no hay que ir muy lejos,
basta tomar El mundo como supermercado,
la compilación de ciertos ensayos, para efectuar el acopio de esos hongos que
llamamos notas críticas. Uno de los primeros champiñones sería el que
encontramos en el ensayo intitulado “Jacques Prévert es un imbécil”. Tras
ofrecer un retrato algo basto de Jacques Prévert –sí, también el bueno de Houellebecq
recurre a la caricatura– y asentar unos cuantos rasgos como característicos del
poeta “amaba las flores, los pájaros, los barrios del viejo París”; “llevaba
gorra y fumaba Gauloises”, Houellebecq asienta: “Todas éstas son buenas razones
para aborrecer a Jacques Prévert”. De ahí en adelante uno puede ir canturreando
por el bosquecillo recogiendo honguillos y relamiéndose en anticipo de las
exquisiteces que tales frutos del bosque suelen propiciar. Cuidado; algunas
morillas pueden ser venenosas y como todo cocinero sabe, las cabezas más
orondas, más vistosas son mortales. Así que en lugar de continuar por la
veredilla del acopio de citas para una ilustración de las polémicas en Houellebecq
llama mi atención otra clase de seta en el ensayo sobre Prévert: “Si Prévert escribe, es porque tiene algo que
decir; eso le honra”. Misteriosa sentencia después de que ha caricaturizado al
poeta –una caricatura de lo que imaginamos es ser francés o mejor dicho una
ilustración de la caricatura del francés– y que revela más de quien la emite
que sobre quien es emitida. Así comprendemos que para Houellebecq nada más
importante que tener algo que decir. Dicha impresión se corrobora cuando en
“Carta a Lakis Proguidis”, Houellebecq, tras esbozar que la novela en sus
mejores momentos ha sido una exploración sicológica tanto como un espacio para
los debates filosóficos y que proscrita por la ciencia de esos dominios ha
debido refugiarse en el estilo, en la escritura deudora del “Nouveau Roman” –a
la que no llama por su nombre, prefiere el término “escritura Minuit”–, expone
nuevamente la importancia de tener algo que decir; ésta vez con el crédito a
Arthur Schopenhauer: “La primera –y casi la única– condición de un buen estilo
es tener algo que decir.”
David Lodge ha explorado
la relación de la novela con las variaciones de la conciencia, de un modo que los
estudiosos de la mente no lo han conseguido, asentando que la novela es una
forma de exploración científica complementaria o una ilustración que
complementa anticipando o ilustrando las pesquisas de los científicos en torno
a la conciencia. Si tal aserto es válido para comprender las sutilezas de las
variaciones entre intención y emisión por ejemplo en Henry James o para seguir
el intrincado laberinto del flujo de conciencia y sus meandros en James Joyce,
no lo es menos que Michel Houellebecq posee el mérito de introducir en la
novela contemporánea las repercusiones de la Interpretación de Copenhague, las
variables a partir de la concepción cuántica del mundo. Más aún, si como ha
establecido en sus ensayos, la novela no puede ser ajena a diversos procedimientos
discursivos, siendo uno de ellos el debate filosófico, uno entiende que la obra
de Houellebecq debe de ser vista, más que como una grosera continuación de
cierta tentación francesa de provocar –lo cual acaso esté más en la
interpretación que en la obra que así se interpreta–, como una continuidad de
la gran novela que comprende a este arte como indisociable de la historia
humana en general. Si se quiere un análisis pertinente de la forma en que hemos
vivido estas tres últimas décadas, la opción no es leer a los minimalistas ni a
los optimistas de la nueva era, sino al cínico Houellebecq quien como nadie ha
buscado presentar historias particulares, a menudo subjetivas, como casos
ilustrativos de un estado general.
Visionario y más que
ello, cronista de un mundo alienado que paradojalmente ya es el nuestro, Houellebecq
comparte con otros autores, no necesariamente vinculados con su escritura ni
sus intereses, la visión pesimista del mundo contemporáneo, la convicción de
que las grandes transformaciones en la vida cotidiana: la liberación sexual, el
consumo de drogas, la alteración de las fórmulas de convivencia y de los
valores morales, no trajo la felicidad, como auguraban los alegres y eufóricos
beatniks, los plácidos hippies, sino el horror. A Easton Ellis pocos le
reconocen su gran mérito: haber mostrado que bajo los sueños de la opulencia
yacía el cadáver aserrado de la crueldad narcisista, del mismo modo que
Dostoievsky había vislumbrado que en el ensueño de la anarquía y el socialismo
se hallaba una fuerte dosis de enfermedad mental. Houellebecq advierte con la
gelidez del ensayista que la generación del placer se ha convertido en la
generación del crimen, que la adoración del cuerpo y de la juventud ha
propiciado una nueva forma de esclavitud e infelicidad. Y en sus últimas obras
ha virado ha examinar lo que a un hijo del siglo, a un hijo de la lucidez
occidental sólo puede parecer una aberración: la tentación religiosa. Desde Las partículas elementales aparece esta
idea:
“Era la necesidad de
ontología una enfermedad infantil del espíritu humano?” Si a Houellebecq lo
persiguen las caricaturas nada más ridículo y al mismo tiempo más coherente que
el anuncio de la salida de su novela Sumisión
–programado para el 7 de enero– coincidiera con la publicación de una
caricatura del autor en la portada del semanario satírico Charlie Hebdo. Nada más ridículo, más trágicamente ridículo, en la
connotación francesa que imbuye Jacques, El Fatalista de Denis Diderot, que el
asesinato del director y varios colaboradores de la revista, un bastión de la
libertad de expresión y de la renuncia a sujetarse al terrorismo también
mediático que imponen islamistas y buenas-conciencias. Houellebecq ha sido de
los pocos escritores que abiertamente han expresado su rechazo al islam radical
y a la tentación autoritaria intrínseca. Sumisión,
es, como la mayoría de sus obras, una novela de ciencia ficción, en este caso
de ficción política. Mucho hay de Huxley en Houellebecq, como también lo hay de
Julio Verne, y si Plataforma y La posibilidad de una isla fueron obras
abiertamente provocativas sustentadas en la tesis de la miseria moral que
convierte el turismo sexual en gratificante, su nueva novela pareciera ir más
lejos que la simple provocación para explorar la posibilidad de que el
islamismo tome el poder político en Francia en un futuro cercano. Las
consecuencias de ese relevo democrático son bosquejadas en las sinopsis que
circulan por Internet: abolición de las libertades, incorporación de los
estados árabes a la Comunidad Europea, proscripción de las mujeres de la vida
pública, abolición del laicismo… A grandes rasgos parece una ilustración
narrativa de lo que Pascal Bruckner ha expresado lúcidamente en La tiranía de la penitencia: cómo Francia
puede estar incubando en su indolencia ante el crecimiento del terrorismo
islamita el huevo de una serpiente que terminará por engullirla. Curiosamente
las alertas y temores que Houellebecq expresa en forma caricaturesca vinieron a
corroborarla de modo cruentamente ilustrativo los ataques terroristas en Paris.
Francia está bajo la amenaza del extremismo religioso y la simpatía de las
buenas conciencias por quienes buscan exterminar esa libertad indisociable del
laicismo. Hoy, que escribo esto, se anuncia que Houellebecq dejará Francia ante
el temor de ser asesinado. Esa religión por la que las buenas conciencias
sienten tanta simpatía –como último reducto del odio de cierta izquierda por la
concepción de Occidente y sobre todo de la nunca conjurada tentación del
antisemitismo – es la única que ha buscado asesinar a escritores críticos de su
extremismo: en los ochenta Salman Rushdie, hoy Michel Houellebecq.
Habrá quienes arguyan
que Charlie Hebdo y la alegoría de
Houellebecq han provocado la reacción justificando la violencia criminal. Ese
pensamiento es parte justamente del comportamiento que Bruckner y Houellebecq
denuncian como cómplice del terrorismo islámico: pensar que hay actos que
merecen la expiación mediante el crimen en vez de la discusión. Pensar así
implica que el pensamiento totalitario nos ha convertido ya en hombres vainas
incapaces del libre albedrío y de la polémica mediante ideas y no a través de
caricaturas. ♦
Por José Homero