Nicolas Jaar |
Todo
sucedió de manera subrepticia, en un susurro, como una flama. De golpe y
porrazo –y más bien por los efectivos poderes seductores de radio Bemba– fui
notificado de que Nicolas Jaar –master of puppets he’s pulling your
strings!– tocaría una sola noche en Buenos Aires, ciudad que si de algo sabe, para gozo de los locales y
envidia de la escena trendy
latinoamericana, es de la hipsterización efectiva de la rumba alucinada.
Habiendo
arrancado la noche en un célebre puterío conocido como Pampita, sugerido por un
camarada a quien llamaremos Larry, pude observar un vestigio de lo que fue el
auge menemista, ubicado en una zona que le daba, al grupo de estadistas
argentinos de los dorados años noventa, acceso directo al club de golf, una discreta
zona de moteles y todo tipo de apetitosas prostitutas.
Acidulada
la voz con ron venezolano y un par de joints
de manufactura casera –en Buenos Aires se cultiva el sano hábito de la
plantación personal– partimos rumbo a Crobar, ubicado en los Bosques de Palermo
que –sin ser el Roy– es mucho más que complaciente (la ventaja de vivir en un
país menos clasista es que las cosas están más cerca de las manos, como la
belleza por ejemplo).
Llegamos
temprano –ya he dicho antes que en la Argentina la fiesta empieza tarde– debido a mi temperamento de grupi
desquiciada y porque no quería perderme un momento de la magia del niño genio.
Desde hace varios años, en la Guardería Riveroll S.A. de C.V. sede Escandón, se
ha instituido la tradición de escucharlo al amparo del canto de las aves y las
copas, por lo que la ocasión de presenciar un milagro predispuso todo mi
cuerpo.
Poco a
poco la explanada del bar –que es grande– se fue llenando con todo tipo de
elementos, algunos jóvenes y una buena medianía de gente pasada de treinta
hasta algunos cuarentones que, en atención al ojo atento, darían una exótica
lección de moda en alguna mezquina pasarela.
Un dj
de medio pelo arrancó el triplete así que Larry sugirió, luego de que llegaran
un par de chicas cuasi amables, que se acompañaran los tragos con un par de
tachas.
El
lugar ya estaba hasta la madre cuando apareció el jovenzuelo que ha puesto al
mundo entero a bailar a su ritmo. Fresco como un jazmín, dio una cátedra de
estilo y sobre todo de elegancia que Larry, su piruja y yo pudimos dimensionar
en su justa medida gracias a generosas dosis de MDMA recién desembarcado de
Europa.
Jaar
llevó a la audiencia –predecible por naturaleza– a donde quiso. Fue
anticlimático pero seductivo; su presencia física es muy discreta, pero a los
pocos minutos uno siente todo el poder de su talento atravesando el cuerpo.
Jaar es el Bach del momento.
Con
prontitud el caos se volvió una orgía demencial, la gente se brindó a la noche
y el profeta compartió su evangelio. El concierto corrió ligero, con la
espesura de los sueños vívidos así que decidí pisar a fondo y colocarme el
antifaz lisérgico, tecnología alemana que me tuvo despierto 36 horas de un rush
pavoroso e intenso (vi el corazón de la locura y supe que tiene forma de poema.
Todo lo vivo tiene sentido y el mundo es cruel y terrible, como un orgasmo del
tiempo).
Se vino
el día sin que me diera cuenta. Al final sólo quedaba un dj desconocido,
algunos vampiros y las vestidas, puros cascajos del viento.
Caminé,
con la pinta de un errante decadente, por los bosques insurrectos. Pude ver la
luz con que despierta Buenos Aires y lloré, lloré por la vida y la belleza y la
soledad y el sentimiento.
Me
sobrepuse a mí mismo y ahora soy un hombre nuevo. ♦
Por Rafael Toriz