El joven Rafael Toriz echando rostro antes de caer en la melancolía |
Pese a mis
intentos desaforados por beber y vivir una vida de bullicio, en el fondo soy un
tipo melancólico. Y es que si bien nací bajo el signo de Mercurio, patrón de
ladrones y poetas, desde muy joven tuve una natural disposición al sexo, la
reflexión y el vino (más adelante, al conocer los detalles del Problema XXX atribuido a Aristóteles,
entendí que mi temple calenturiento es debido a un soplo venéreo que hace del
hombre sensible una carabela henchida,
enhiesto mástil para navegar los mares con denuedo).
Los embates de la melancolía, como es sabido, suelen ser mal
vistos porque dan la impresión de ser un amaneramiento literario más que un
estado del cuerpo. Estar deprimido, con spleen,
perezoso o descorazonado ante el sinsentido de la vida –y encima comunicarlo– tiene mala prensa por los motivos que
entrevió Salvador Elizondo: “la tristeza demasiado sociable o demasiado pública
produce una impresión de impudicia y su manifestación, si no es a través de
formas muy refinadas, denota un carácter afeminado en los hombres, frígido en
las mujeres y vulgar y lastimoso en los artistas”.
Desde hace algunos años la presencia del demonio meridiano
–que así le llamaban los antiguos– había estado ausente de mi vida, dejándome
vagar por el mundo sin más preocupaciones que las de cualquier pelafustán con
criterio. Pero recientemente, de maneras insospechadas, he vuelto a sentir sus
embates asesinos, que tornan la existencia una estancia intolerable, oscuras
tumbas sin sosiego. Si existe un infierno
en la tierra, arde en el corazón melancólico.
Al principio atribuí dicho malestar al contacto continuo por
más de seis años con el Río de la Plata: nadie ignora que las condiciones
climáticas de los locales los vuelve nostálgicos y tangueros, de ahí su fervor
por la poesía, los libros de Onetti y la placentera sensación de decadencia de
la bellísima ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, una bruja me dijo algo que
ignoraba por completo. Al cumplir 30 años, uno concluye por primera vez la
circunvolución de Saturno alrededor del Sol, por lo que los poderes de ese
astro maléfico, que baña de lucidez y lascivia a sus ahijados, rigen nuestro
destinos con sus criterios funestos.
Es sabido que el trato con la embriaguez, la buena mesa y la
vida con meretrices suelen ser apoyos para no perecer en el naufragio, pero hay
momentos en que nada, y muchos menos los libros, nos prodiga consuelo. Y si a
eso le adjuntamos una de las cosas más odiosas de vivir entre porteños, que es
vociferar como italianos y razonar como gallegos, el alma de cualquier astronauta
de la consciencia se siente más aislado que los errabundos asteroides.
Algo debo decir con respecto a mi
patria y es que, si bien lo intuía con vaguedad, no me había dado cuenta de lo
mucho que extraño las formas y el trato de la cultura indígena, esa especie de
susurro transparente que se toca en las palabras y atraviesa las relaciones
entre las cosas y la gente. Allá, en México –sobre todo en el sureste y en la
zonas de montaña– las formas son más dulces y cristalinas y se escuchan en el
viento. Nadie gesticula como un guiñol poseído y rastacuero y por el contrario,
se le da un noble peso al sentido y al silencio. Si el español mexicano es más
suave, lo es porque pudo incorporar los gestos y el espíritu de otras lenguas y
otros mundos que, vejados y envilecidos, aún recuerdan, malheridos, el soplo de
sus ancestros.
Pienso en el color de la gente, en la tierra totonaca y algo
me dice que, pese a la tristeza de los siglos, lo único que sobrevive a la
muerte es la danza de la vida, que se transforma en el cielo con la forma da la
lluvia y acontece en el comal, entregando pequeños soles perfectos para ser
comidos por dentro. ♦
Por Rafael Toriz