El escultor
xalapeño Abel Zavala expone en el Museo de Antropología de Xalapa su más
reciente instalación: Guardapelo, una propuesta con mayores virtudes que
la originalidad de los recursos empleados. Con este trabajo el artista, escribe
Omar Gasca, “asume y presume, sin más, el acto de hacer como una práctica en
algún sentido tan alquímico como el de los pececitos de oro del coronel
Aureliano Buendía...”
En nuestras
latitudes, el aura de lo extranjero
goza por ese sólo hecho de una suerte de prestigio, así sea provisional o, al
menos, por la misma y única condición produce un encanto que involucra la
expectativa de lo paladeable, de lo admirable.
Con excepciones, tan precisas que son fáciles de contar, tal hecho
construye mitos que a su vez alimentan fantasías y luego ecos de esas
fantasías, al modo de una percepción dentro de otra percepción dentro de otra
percepción, repetidamente hasta constituir un escenario lo suficientemente
complejo, rutinario y acrítico como para acabar dando la impresión de valores
donde no los hay: una especie de realidad aumentada cuya artificialidad, oculta
en la evidencia, apenas es notable.
De la mano, el bombo y el platillo, porque una cosa
llama a otra, pero para finalmente comprobar con medio esfuerzo que entre lo
que se dice y lo que se muestra hay una franca contradicción: una obra escasa
por donde se le vea, con algunas variables como acento en el campo neutral.
Nada cercano a lo que el Jardín de las Esculturas ha exhibido en los tiempos
recientes bajo la dirección de Manuel Velázquez, demostración lírica de que al
mejor cazador se le va la liebre y de que no siempre la excepción hace la regla
o, dicho a la manera de Eubulides de Mileto: “Si a quien no es calvo se le
arranca un pelo, no queda calvo; si se le quita otro, tampoco; y así, pelo a
pelo, nunca será calvo”.
Para despejar cualquier sospecha de chauvinismo o
patriotería, que es lo mismo, están las referencias de varios notables latinoamericanos
radicados aquí y allá y, para contrarrestar el caso, basta con encontrarse tres
días después con Guardapelo, la obra de Abel Zavala en el Museo de
Antropología de Xalapa.
Las comparaciones son odiosas, dicen, pero son
inevitables, tanto más cuando se somete a la mirada una y otra cosa que
pretenden pertenecer a la misma especie, con tan desigual relación. ¿De qué
otra manera se elaboran los juicios, es decir, los de valor?
La obra de Zavala es, primero y sobre todo,
impecable. Lo ha sido, digamos, a lo largo de su joven trayectoria. En cierto
sentido, se trata de un artista a la antigua, esto es, obsesivamente interesado
en la factura, en la calidad de las piezas, en la idea de lo bien hecho que se
regodea en el detalle. Entre un sinnúmero de paradigmas asentados como
predominantes para legitimar prácticamente cualquier cosa, su trabajo asume y
presume, sin más, el acto de hacer como una práctica en algún sentido tan
alquímico como el de los pececitos de oro del coronel Aureliano Buendía en Cien
años de soledad, excepto que, aquí, la recurrencia no implica hacer, fundir
y volver a hacer sino en hacer bien y luego mejor; con un carácter
peculiarmente contemporáneo, además, si bien doblemente extraño porque por una
parte se privilegia la calidad y, por otra, porque no se recarga en discursos
de ningún género ni los usa como dispositivos suplementarios. La obra es lo que
es, lo que puede verse y tocarse. No hay forzosamente nada que interpretar, es
decir no más allá de lo que implica concebir, ordenar o expresar de un modo
personal una realidad que se ofrece a los sentidos, con sus dimensiones y
colores y texturas, en un determinado espacio. Las piezas y el título que las
cobija tienen sin embargo connotaciones y denotaciones que de manera discreta van
del pretexto al texto: el guardapelo es una pequeña caja decorada, muchas veces
hasta de oro o plata, para guardar lo que su nombre indica; pero esa cosa fina
y filiforme típica de los mamíferos guarda, a su vez, estrecha relación con lo
prohibido, con diversos tabúes, y con algunas expresiones del fetichismo además
de estar decididamente acomodada entre los primeros capítulos de la moral de la
higiene. Pelos, ¿por qué?, sería la pregunta. Y la otra: pelos, ¿de dónde?
Así, estas esculturas propician otras opciones de
lectura a partir de las cuales el espectador puede encontrar distintos
sentidos, por más que sea suficiente hallarse frente al acopio de procesos que
sin duda alguna hablan de una intención con grandes dosis del pudor que se
requiere para compartir, para poner en común un concepto de lo artístico y del
quehacer mismo, con altura, con la dignidad que debería contagiarse como una
sanísima y necesaria enfermedad.
No obstante el material, nada que ver con las
tomaduras de pelo.♦
Por Omar Gasca