El despegue del artifact


Publicado porJosé Homero el 12:51 p.m.

Jared Leto de 30 Seconds to Mars
Raúl Criollo nos narra lo sucedido en la reciente visita de Thirty Seconds to Mars al Palacio de los Deportes de la Ciudad de México, y en la cual el polifacético (nominado al Oscar este año) Jared Leto, demostró  que “arriesgó una carrera de histrión exitoso para hacer su banda de rock".
Jared Leto arriesgó una carrera de histrión exitoso para hacer su banda de rock. El pináculo de la aspiración adolescente con las chicas circundando el escenario como permanente amenaza de la idolatría sin reparos. Contra las advertencias y consejos de amigos, expertos, críticos y seguidores cinéfilos, Jared dejó el set para meterse al garaje de los ensayos donde la gran música podría surgir.
Con su hermano Shannon y un puñado reemplazable de miembros hasta el establecimiento del bosnio Tomo Miličević, el actor del dolor torturante de Réquiem (Darren Aronofsky, 2000), o los planes mal hechos de La habitación del pánico (David Fincher, 2002), parió líricas de otros dolores y otros tiempos de su ignota mecánica mental, para crear la intensa de un posible culto de explosión mediática, con esa solidaridad fraterna que se pule en los pequeños bares, entre cerveza que hierve para ver el amanecer y sentir que la vida vale la pena, con el puño en alto por las guerras de todas las tierras y los sueños de todos los mundos.
En la tesis de un profesor harvardiano con espíritu de cúmulos cuánticos leen la frase: “Thirty Seconds to Mars…”. La idea aspiracional o apocalíptica de que la tecnología es un gusano que va demasiado rápido y entonces parece que en cualquier momento podremos estar logrando lo que sea y en el escenario que se preste, como el mismísimo, mágico, temible, centro de invasores, monstruos y bellas en bikini llamado Marte.
Arranque de sentido mesiánico, estar por delante de todos y cerca de la tierra de la aventura, la banda se bautiza con atmósfera de misión espacial: Thirty Seconds to Mars. Y, como el vértigo señalado del científico de avanzada, ellos se sienten ingresando a la dimensión de los ungidos del stage. Pronto las clasificaciones internacionales y los referentes mercados técnicos les dan la razón. No estaba Jared ingresando a la lista de los actores que quieren firmar discos y padecen la mirada réproba y las sonrisas perdonavidas del medio. Lo consiguen.
De poner los instrumentos en madera de balsa a tocar en teatros medianos y pisar Europa, existió una transición más breve de lo común. Siempre tuvieron la oportunidad de darse varios lujos, como que su primer productor fuera Bob Ezrin, conocido por hacer discos para gente como Pink Floyd, Lou Reed, Kiss... Después de un éxito mediano con el álbum debut (de 1999, titulado como el nombre de la banda), lanzaron A Beautiful Lie con dos rolas notables: “The kill” y “From yesterday. Ya el establecimiento de su sonido base y la calidad de sus videos, algunos muy largos y formalmente con el acabado de la gran producción fílmica (dirigidos por Jared con el rimbombante seudónimo de Bartholomew Cubbins, inspirado en un personaje de Stanley Kubrick, al que homenajean en el video “resplandoriano” de “The Kill ), los ponen con la gran posibilidad de ser una banda de permanencia y no un aullido efímero como hay tantos.
Es en ese momento que el infortunio del comercio voraz los golpea para darles excusa del contragolpe maestro: Virgin Records, su discográfica, quiso hacerles la jugada gandalla –lo de siempre en la mayoría de los casos– para empacarlos como carne fría porque debían tres discos, pero los músicos argumentan que el contrato original se suponía expirado en ese tiempo, etcétera. “O todo o nada”, y los marcianos de California hacen el gran pleito de la música en los últimos años (aunque después se arreglaron con EMI, el papá de Virgin). Cruzando el umbral gélido y belicoso de los abogados, ellos documentan llamadas, juntas, conciertos, papelería, emociones y gritos libertarios del ente creativo (se dice que algo cercano a las 3 500 horas de pietaje pujante y rabioso), para decir lo que les pasa. El resultado es el documental denominado Artifact, motivo de presencia en festivales fílmicos y exhibición mundial. Se quedan con sus derechos.
Surge en el proceso su pieza más elaborada, exitosa y trascendente, This is War (2008). Caja desgarrada, por momentos desalineada, pero absolutamente genuina, con algunas rolas que podrán quedar por encima de las listas momentáneas y las fábulas críticas benefactoras. Sin material prescindible y con varias indiscutibles como “Closer to the edge” (joya normalmente elegida para cerrar los toquines en vivo), “Hurricane”, “Kings and Queens”, “Search and Destroy”, “Night of the Hunter”, “Alibi”,  y la propia “This is War”. Ahí está la energía, el grito, el desplante, la arrogancia, la técnica, el genio productor (Steve Lillywitte nadamás, figura esencial para desarrollar algunos de los álbumes memorables de U2, The Rolling Stones, Peter Gabriel, Counting Crows, The Killers…). Tocaron 300 fechas de la gira para establecer un récord planetario.
Pisan México en entregas de premios, pasan por los espacios de conciertos acotados y la muchedumbre triturándose contra los tubos de contención, hasta que en enero de 2014 pudieron pararse en el Palacio de los Deportes (se sabía que era demasiado, pero la terquedad es grande y no los llevan al Metropolitan o el Auditorio Nacional), donde 13 mil patentan que los Mars ya lo lograron.
La gira llega con el nuevo disco Love, Lust, Faith and dreams, el paso de consolidación, el sueño que los refleja, no precisamente la “gran ruptura” con el pasado en términos de música, pero sin duda diferente y con un mejor acabado formal (aunque de nuevo con un booklete deficiente, quizá porque todo está en la red), y su esperado póker de canciones con ánimo al límite de las fuerzas, ideales para hacer una declaración de principios o cerrar el telón para decir adiós.
La velada da para un set acústico de Jared y su lira o momentos a capella. Lo mismo pasan por “The Kill”, “From Yesterday”, “Hurricane” y hasta el “Cielito Lindo”, que exponen lo mejor del último disco como “City of Angels”, “Conquistador”, y “Do or die”, para concluir con “Up in the Air”. Una fan se vuelve loca y quiere bajar al vocalista a abrazarse con la turba. Como hizo en Monterrey y Guadalajara, el vocalista pide nombre “mexicano” y le ponen Chucho, lo que dura sólo unos segundos antes de que le pongan Lupe. El chiste dura para solicitudes en el encore, y seguro para los próximos afiches locales con su imagen. Hay tiempo para hacer cover al tema de Rihana “Stay”, sin olvidar la extraordinaria “Bright Lights”, lo mejor para continuar el desquiciamiento festivo que dejó “Closer to the Edge”.
Jared es demasiado galán para que las quinceañeras se preocupen por su ejecución vocal (que es eficiente, si bien debe refugiarse en el coro de sus huestes para tomar aliento después de correr entre plataformas), y la euforia es tal que pierden de vista que parte de la música la suelta Tomo en secuencias de sintetizador para enfocarse en solos de piano o guitarra (estupendo el bosnio, por mucho el músico más completo en escena), o que Shanon es menos explosivo en vivo porque es un obsesionado de la métrica y nunca aporrea un tambor fuera de tiempo. Los adolescentes salen extasiados del culto. Quizá su propia voz sea parte de los coros acoplados en grabaciones interactivas, una de las innovaciones de Mars en la visión globalizada de su paso por la Tierra.
El concierto es muy bueno, aunque adolece de un gran final. No hay un gran saludo para decir adiós, de hecho Jared se va, Tomo le sigue, y Shannon se pone a repartir baquetas sin mayor emoción. Chafea que no usen pantallas (¡la misión a Marte sin imágenes!). Tampoco se presentan los integrantes, aunque me parece bien que no pasen por desplantes gastados como hacer solos instrumentales, cosa que a ellos ni les va. En ese sentido, quizá el pasaje de mayor emoción se da apenas con la cuarta canción del selecto set list: “This is War”. Tema acompañado de pelotas inflables gigantes y confeti volador de buena explosión papirotécnica.

Los tres se vieron en forma y con ganas. Les sorprende que la multitud se sepa rolas completas, se preocupan por el aplastamiento de los de a pie, su líder agradece por los carteles que ya lo dan como ganador del Óscar después de que volviera al set con la cinta Dallas Buyers Club (Jean Marc Vallée, 2013), por la que ya obtuvo el Globo de Oro. La pirámide y su horizontal intermedia (uno de sus múltiples símbolos) cesa su emanación multicolor. Se queda la gran promesa: el concierto de año nuevo puede ser en México. “All we need is faith…”. Salen los ungidos para las guerras que siguen más allá del domo, en las espirales poco espirituales del asfalto.



Por Raúl Criollo




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