El rostro siempre distinto de Juan Vicente Melo


Publicado porJosé Homero el 9:57 p.m.

Melo con el chelista Pablo Casals. Foto: archivo personal de Melo
Inéditos como conjunto, los ensayos de Juan Vicente Melo que integran La vida verdadera, publicado a escasos días por el Instituto Literario de Veracruz, revelan las simpatías y complicidades que trazan la obra narrativa del escritor veracruzano, “un clásico secreto de nuestra literatura”. De Juan Javier Mora-Rivera, compilador de esta docena ejemplar de ensayos, ofrecemos un fragmento del prólogo que antecede a esta espléndida antología.
Uno
Las postrimerías de la vida literaria de Juan Vicente Melo Ripoll (Veracruz, 1932-1996) parecían una versión de Los papeles de Aspern: la mítica leyenda de un autor cuyos últimos escritos terminaron perdidos y extraviados, a pesar de ser referidos con fechas, años y casas editoriales precisas. Las tramas de esas páginas habían sido ya imaginadas, trazadas y concluidas por otros, e incluso existían comentarios de críticos que sostenían haberlas leído en exclusiva, poniendo como constancia de sus afirmaciones su prestigio personal. Melo, aún en vida, había pasado de ser el gran autor de la Generación del Medio Siglo o de La Casa del Lago a una leyenda literaria, sumamente identificado pero pocas veces leído.
Prueba de ello la otorga Guillermo Villar cuando, en el prólogo a La rueca de Onfalia, rememora la noche en que un supuesto periodista alababa exageradamente a Melo. Villar, molesto por la ignorancia del advenedizo –esas alabanzas exageradas parecían falsas, sonaban huecas–, le sugiere: “si vamos a hablar de literatura, por qué no hablamos también de otros libros y otros escritores; de Los muros enemigos o La obediencia nocturna, por ejemplo. El tipo, mirándome furioso, me contestó: Usted no es otra cosa que un majadero, y no vamos a hablar de esos libros porque son insoportables, traté de leerlos y terminé tirándolos a la basura´ ”.
A diferencia de la novela de Henry James, Juan Vicente pudo presenciar y sufrir todo lo que sus “atentos lectores” inventaban y el valor que tenía su literatura para sus “conocedores y críticos”; y en lugar de combatir tal cantidad de equívocos y malentendidos, decidió cultivarlos, pues veía en ellos un juego que le divertía, tal vez porque sólo él conocía la verdad de cada hecho y de cada dicho; tal vez porque esa serie de mentiras e inventos, construidos y alimentados por él mismo (siempre invento cosas: de mí, de lo que sucedió respecto a mí, de lo que pasó en una fiesta, de mi personal comportamiento), le permitían sobrellevar esa realidad que él definía como insoportable, de la cual descansó sólo hasta su muerte.
Tal como sucede con Jeffrey Aspern, la posible existencia de un puñado de escritos mantiene entre algunos el interés por la obra de Melo. A diferencia de la novela de James, esos escritos míticos mantendrán con vida a Melo hasta el último suspiro. “Uno creería que usted espera encontrar en ellos la respuesta al enigma del universo”, afirma la Señora Prest al narrador en la novela de James. Tal vez esa misma razón podría ser la que llevaba a Melo a construir verdades alternas: como una estrategia para encontrarle sentido a su atormentada existencia, donde imaginar, inventar y escribir le ayudaban a superar el agobio del mundo cotidiano.
Dos
Reviso varios de los libros de Juan Vicente Melo hasta ahora editados y advierto ciertos rasgos en común: sólo se consigna su obra como cuentista, crítico musical y novelista; se refiere su formación profesional como médico, con especialidad en Dermatología, a partir de sus estudios realizados en París. Se agrega que luego de renunciar a ejercer su profesión –en una familia entregada y obsesionada a la medicina–, fungió como responsable de un efímero suplemento cultural de El Dictamen, director de la Casa del Lago de la UNAM, del Museo de la Ciudad de Veracruz, del Departamento Editorial de la uv y de su revista insignia, La Palabra y el Hombre, además de que recibió varios homenajes en vida por su labor literaria.
Se citan La noche alucinada (1956), Los muros enemigos (1962), Fin de Semana (1964), Juan Vicente Melo [Autobiografía] (1966), La obediencia nocturna (1969), El agua cae en otra fuente (1985), Notas sin música (1990), La rueca de Onfalia (1996) y Cuentos completos (1997) –que incluye Al aire libre–, todas con sus respectivas reimpresiones y rediciones; alguno consigna la traducción al francés de La obediencia… (La Différence, 1992, versión de Viçent Gimeno).
Casi ninguno repara en su interés por el ensayo literario o su labor como traductor, plasmada en Revista Mexicana de Literatura o S.Nob. No se menciona que fungió como coordinador de mesas redondas y conferencias en el Instituto Francés de América Latina (ifal) o la uv; que trabajó en el Comité Organizador de los xix Juegos Olímpicos en México, dentro de la Olimpiada Cultural.
Sólo la Historia de la Literatura Mexicana: desde los orígenes hasta nuestros días de Carlos González Peña consigna que había publicado De música y músicos (Imprenta Madero, 1967). O bien, que Notas sin música tenía como inspiración La música de nuestro tiempo, de Antoine Goléa, el libro que Melo tradujo para Ediciones Era en 1967, dos años antes de la publicación de La obediencia nocturna.
En cambio se habla de El festín de la araña, el “relato largo” que nunca fue editado, a pesar de que algún diccionario de escritores mexicanos lo consigna como publicado. Algún estudioso de la obra de Melo explica que se trata de un “libro perdido, alguna vez publicado dentro de la colección Alacena de Era”. Desde 1967 al menos, el título se refiere en varias de las contraportadas de sus libros y es multicitado por varios investigadores, coincidiendo todos en su supuesta trama, sin que nadie hasta ahora confirme su hallazgo. Tratando de explicar el origen del tal confusión, Luis Arturo Ramos aduce que ese nombre fue posiblemente uno de los que Juan Vicente manejó para la póstuma La rueca de Onfalia, pues esa es la idea presente en el texto: un relato que se teje y desteje para volver a replantearse conforme se avanza en la lectura, o bien el delirio de una mujer que, en pleno trance de melancolía, obsesivamente repasa su historia de desamor juvenil. Otra versión apunta a que Melo tradujo el libreto de un ballet de Albert Roussel, intitulado justamente Le festin de l’araignée; y la desidia y falta de rigor crítico permitió que la atribución se continuara hacia alguna narración de Melo: de ello han dado cuenta, desde la literatura y la música, José Homero y Luis Ignacio Helguera, quienes denunciaron varias veces la persistencia de ese error.
José de la Colina sostiene que Juan Vicente Melo es, ante todo, un clásico secreto de nuestra literatura. El autor de Ven, caballo gris tal vez se refiera no al tipo de escritura de Melo o a la manera en que aún circula entre las nuevas generaciones, sino a la indiferencia que la academia ha tenido para con su obra; al desinterés de los responsables de las instituciones culturales (¡un titular de alto nivel de la cultura de Veracruz afirmaba en público, durante la presentación de una reciente antología de cuentos de Juan Vicente Melo, con profunda seguridad, haber leído con vehemencia e interés La desobediencia nocturna!); a la leyenda negra que pesa sobre la vida de Melo después de 1969, construida a partir del burdo acoso y la sucia persecución orquestadas por Gastón García Cantú que fijó en Juan Vicente a su chivo expiatorio, cuando su propósito fundamental era librarse no sólo del poeta Jaime García Terrés –responsable de Difusión Cultural de la unam–, sino también de los integrantes de la Generación del Medio Siglo que laboraban en varias dependencias de universidad, cuando conformaban la tan envidiada maffia literaria, según lo explican por separado Huberto Batis y Eugenia Revueltas.
Concluyo por ahora que no hay razón para que parte de la información omitida por otros y referida líneas arriba sea de obligada cita en cualquier otra edición de Melo. Sin embargo creo que a Colina le asiste toda la razón. Melo es ese clásico secreto, inédito aún, que se encuentra a la espera de nuevos lectores; y a pesar de dicha condición, los ecos de su escritura, manifiesta hoy en esta breve reunión de sus ensayos, bajo el título de La vida verdadera –publicados a iniciativa y generosidad no sólo del Instituto Literario de Veracruz, Rafael Antúnez, Rebeca Piña, sino también de los herederos literarios de Juan Vicente Melo–, adquieren sentido a partir de lo declarado por Melo a Humberto Batis en una entrevista de 1964, publicada en Cuadernos del Viento: “Mi vida verdadera serán los libros que algún día escribiré”. Esta breve selección de ensayos, dispersos hasta ahora, escritos desde ayer, nos permiten ver el rostro siempre nuevo de Juan Vicente Melo.
Tres
¿Persiste en los ensayos literarios de Juan Vicente Melo la “prosa musical” propia de su narrativa, de acuerdo con la crítica especializada? No es una pregunta sencilla de responder, considerando que se habla de dos expresiones literarias distintas, de intenciones diferentes. Más aún, la “prosa musical” señalada por la crítica, advertida por Melo mismo (se ha convertido ya en un lugar común que me fastidia), podría sólo apreciarse en la obra narrativa.
En el ensayo Melo tiene otra serie de intenciones y lo organiza de forma distinta. Para Juan Vicente, faro y guía en este género fueron Tomás Segovia y Octavio Paz, no sólo como inspiración literaria sino como un ejemplo de lo que implicaba ejercer la crítica: “en un mundo regido por cadáveres, tanto Octavio Paz como Tomás Segovia nos obligan a sentir confianza en nosotros mismos, confianza en el arte […] En la poesía, en el ensayo, en su investigación creadora, han señalado nuevos caminos, han puesto en vigencia mitos enterrados, han hecho brillar soles extinguidos, han examinado al hombre y su lenguaje como objetos mágicos y como estructuras”, escribe nuestro autor. De Segovia adquiere la disciplina, el acercarse a temas filosóficos y del arte; de Paz, las ideas e interpretaciones acerca del significado de la escritura y la búsqueda que se persigue en la literatura, detallados en El arco y la lira, lo que resulta evidente en toda su generación –desde Arredondo hasta Colina, pasando por García Ponce, Elizondo, Valdés, Pacheco o Becerra– y en sus obras, se trate de poesía, cuento, novela o ensayo.
Melo, es cierto, es identificado como el creador de la crítica musical en México, pero también fue un intenso difusor de las letras francesas en nuestra lengua –como también lo era Tomás Segovia, o Juan García Ponce, Carlos Valdés y Salvador Elizondo de los autores germanos o Isabel Fraire de los norteamericanos del siglo xix y xx–. Melo, para decirlo más claro y sin menosprecio de sus contemporáneos fue quien tenía más por perder al decidir ser escritor. A diferencia de todos, Melo había estudiado una carrera profesional, y era uno de los especialistas más brillantes en Dermatología a principios de los años sesenta, pero como casi todos sus amigos era originario de la provincia, espacio que volvieron ficción y poesía una y otra vez a partir de temas universales. Como en parte hicieron García Ponce y Arredondo, renunció a una herencia familiar por alcanzar su afán de escribir libros tan excepcionales como La obediencia nocturna o Fin de semana. Junto con Pacheco y Pitol posee una obra narrativa y ensayística brillante e impecable. Al igual que en el caso de Colina, Valdés, Ibargüengoitia o Arredondo, ahora su obra no se lee y se estudia poco.
En este género, en la breve selección incluida en La vida verdadera, Melo aspira con rigor, orden, disciplina y análisis críticos a desentrañar la búsqueda y transformación del otro, el encuentro con Dios, la soledad como forma de subsistencia y de defensa ante el dolor ocasionado por el amor, la imaginación y el deseo como opciones para vencer a la muerte, el descubrimiento de la noche (nuestra parte nocturna diría Paz) como elemento esencial e inherente del hombre, los vínculos entre el amor profano y el amor divino, sus hallazgos de nuevos autores…. Podemos reconocer en sus palabras un espejo en el cual se proyecta la obra de los autores que admira y le obsesionan respondiendo preguntas que tal vez de tan obvias parecieran no requerir más explicaciones. Ejemplo de lo anterior sería la nota de Juan Vicente para atender la edición de Dormir en tierra de José Revueltas, publicada originalmente en Revista Mexicana de Literatura, aunque lo antes afirmado sirve también para referir sus ensayos sobre George Bernanos, Julien Green, Max Aub, Tomás Segovia, José Emilio Pacheco o sus comentarios a la obra de los poetas que le deslumbran: Paz, Pellicer, Becerra, Hernández…
El horizonte de producción de los ensayos de Melo, en su mayoría, corresponde al periodo que va de 1959 a 1988, años en los que “vivió en una suerte de vértigo los que fueron, seguramente, los años más importantes de su vida”, como afirma Guillermo Villar. Luego de esos años Melo no dejó de escribir y es posible ubicar notas y comentarios dispersos hasta el mismo año de su muerte, aunque su prosa manifestaba menor contundencia.

Definitivamente no encontraremos en el ensayo literario de Juan Vicente Melo esa prosa musical que hipnotiza a los lectores de sus novelas y cuentos. Melo-Juan Vicente supo ver en el ensayo el campo fértil para la construcción de una poética personal, útil también para explicar su universo literario, convirtiendo sus palabras en logro estético que fuera más allá de lo periodístico al aspirar, como recomendaba Paz, a la voluntad por el conocimiento y el saber, exento siempre de pretensiones personales. Melo nos guía en el descubrimiento de los modos de pensar y de sentir de sus autores, deslindando razón, moral o buenas costumbres en cada obra literaria analizada y advirtiendo la búsqueda que cada autor o personaje realiza de la parte nocturna de su ser. Sueño e imaginación continúan presentes en estos párrafos, enfrentado a Melo la disyuntiva: entre dos posibles explicaciones de un fenómeno o un hecho, pudiendo optar entre el argumento racional y el maravilloso, Juan Vicente elige aquel que da paso a la fantasía, a lo extraordinario, no sólo porque le parece el más convincente, sino porque le permite explicar y enfrentar la intolerable realidad.

Por Juan Javier Mora-Rivera

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