La poesía bonsai de Toledo


Publicado porJosé Homero el 5:58 p.m.


En la década de los ochenta, Elías Nandino advertía que la poesía de Víctor Toledo (Córdoba, 1957) era una  poesía que “germinaba con autenticidad”. Catedrático, apasionado editor y uno de los mejores traductores del ruso a nuestro idioma, en el libro de poemas Ver de Mar de Ver se revela como un poeta seducido y casi trastornado por la mar, la mar como origen de la vida y punto de nacimiento-transformación-renacimiento y tal vez por su misma condición de insondable, símbolo de la memoria del olvido: el inconsciente.
En la primera sección titulada “Mirillas de ola”, Toledo no gesta el simple artificio lingüístico sonoro, sino la intención plena y mediante la posibilidad lúdica del lenguaje efectos de alta musicalidad cifrados por captación intuitiva. Sus poemas provocan una ruptura de las impresiones circundantes,  genera realidades que el espectáculo ordinario de la masificación no produce y nos divisa ventanas enmarcadas de vida que nos dan pistas de duda sobre la existencia de un algo más o de otras esencias sobre el misterio del ser. Verdades intangibles como soplos creadores de la belleza y el orden captados por medio de la palabra, donde la armonía y los misterios de fuerzas creadoras se develan gracias al verbo y al trabajo con la voz interna: la única, capaz de dialogar con lo divino.
Mediante fonemas recurrentes y experimentando siempre con la forma de la palabra, con su semántica y significante, y con la relación que tienen las palabras entre sí, logra transferencias poéticas regidas por la conciencia lúdica; se trata de una expresión estilística para conocerse a sí mismo y explorar-nombrar el mundo que le rodea. Su pericia creativa tiene siempre una chispa para captar el lado sensual e incluso la fracción graciosa de su derredor vegetativo.
Otra sección del libro son diecisiete poemas con aires de romance o de esas seguidillas del siglo XVIII español y que parecieran darle un tono de cancionero popular. Parte de su estructura sintáctica recuerda los espléndidos trabajos de Machado, Alberti, Góngora y Lorca. Persiste la experimentación sonora y las palabras de orden luminoso pero siempre buscando los vestigios de la voz de Melopea. Su construcción es prueba constante de que siguiendo la cadencia es más que viable metaforizar. Seducido por su oleaje acústico y simbólico, los poemas de Ver de mar de Ver son, a final de cuentas, reflejo del curso de sus existencia humana en diálogo con existencias vegetales y animales.
El mar es el corazón del propio poeta, y aquí todo conduce a la mar. Sede de sus pasiones y su travesía por aguas agitadas y mansas, que después de perderse dentro de su barca –en la búsqueda de su Ítaca– y enfrentar así sus miedos, librarse de los prejuicios de la tradición y del conservadurismo, ha adquirido ya cierta sabiduría. Vive entonces con la tranquilidad contemplativa, representando su estado anímico con su atmósfera natal heredada por la matria tehuana.
En la sección de “Colibrío de Rosamar”, percibiremos su obsesión por la rosa, pareciera reiterar esta intención como símbolo no sólo de amor y belleza, sino de un estado místico de conexión con el universo. La rosa, con sus pétalos  como alegoría del saber escondido en natura, de evolución, y a final de cuentas, de amor sublime a toda clase de valor que represente algo supremo, incluso de dípteros, hormigas, lepidópteros, buitres carroñeros o de gigantescas babosas (tlaconetes) que según Tablada, citado por el autor, “tiene catorce mil dientes”. La rosa en Toledo es un emblema del hombre que asume la herencia de su destino sublime para poetizar el reino de su universo, todo.
Este poeta embelesado por “el pequeño espíritu infinito de la mar” y la “vibración sonora de la aleteante voz áurica e incansable del colibrí” le recordará al lector por qué “la memoria está en el mar” y por qué hay “lunas que se enroscan sobre el tiempo” y perseguidores de “regazos aromáticos que consuelan”. Es una poesía de cantos no pronunciados antes, de coplas entonadas en altamar o en un bosque. Pero, al final, versos que dejan el caracol de la oreja tintinando de gusto. Sus registros culturales abarcan China, India, Mesoamérica o la tradición grecolatina; y también nuestra  herencia ancestral encriptada en las lenguas maternas con que se nombran las plantas, flores, insectos, mariposas, serpientes y frutas de su “Villa Verde”, o como nos advierte en esa sección: “Nombre que le dio a su Córdoba natal (Veracruz) Rafael Delgado, padre de la narrativa romántica mexicana”.
Esta es una poesía que demanda lecturas microanalíticas, pues Toledo, con la paciencia de un artista de bonsai enriquece la pluralidad copiosa de las realidades poéticas mexicana y latinoamericana, con un estilo bien asumido, con un corpus poético uniforme de expresión lírica; su modo de seleccionar o crear palabras y su manera de articularlas con esencias verdemarinas es único y distintivo. Su efecto luminoso, su consistencia fina, su gusto por la eufonía, enriquecido con un estilo neobarroco pero que no por ello resta importancia al significado es otro rasgo por resaltar. Parte del encanto de sus poemas es que son justo como un buen bonsái: reflejo de la naturaleza. Sus poemas son organismos vivos porque nos permiten preguntarnos o imaginarnos sobre todo el proceso de creación e inquirir por saber qué se esconde detrás de lo que vemos.
Destacaré también su atrevimiento de implosionar o mutar al signo lingüístico para gestar nuevas realidades rítmicas y coloridas. Por la gestación de logrados neologismos a lo largo de todo este poemario. No se trata de un seudo experimentalismo, como en poetas de vanguardia trasnochada, sino una experimentación poética producto de una genuina asimilación de los mejores poetas del siglo pasado en nuestro idioma, y que es parte ya de su expresividad como una necesidad interna de vivir.
Su logrado laconismo y maestría en la concisión o lo condensación máxima, es otra prueba de fuego que supera airoso y nos demuestra que estamos frente a un poeta avezado que nos comparte con su aliento la brisa del mar y la suavidad de una rosa enlunada para obsequiársela a una amante con ojos de colibrí.
Víctor Toledo, Ver de Mar de Ver, col. Eternos Malabares, INBA/Conaculta, México, 2013.

Por Alejandro Campos

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